Trueque tardío.

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Los días siguientes a mi decisión de disfrutar mi soledad con plenitud se resumen a unas cuantas cosas: Elena se aísla varios días tras la ruptura con Miguel «para pensarlo» —ambas sabemos que el cangrejo no resiste mucho tiempo fuera de su caparazón—, Nicholas desaparece de mi campo de visión casi en su totalidad —bien decía Elena que cuando tiene un proyecto en desarrollo, hay que conseguir hasta cita para poder saludarlo— y Samuel no da pistas de querer recuperar su cheque ganador, lo cual es bueno, porque ya tengo una lista de posibles candidatos para donaciones monetarias. Bueno, no tengo una lista, pero debería empezar a crearla mientras la idea retumba en mi cabeza, no vaya a ser que se me ocurra buscarlo para devolverle el cheque.

Es así que el sábado llega sin ningún inconveniente. Tal vez no debería dar por sentado que la semana está llegando a su fin tan tranquila; siempre que lo hago, algo malo termina por suceder. Supongo que es a lo que le denominan «la vida sola se equilibra». Mucha tranquilidad no puede ser sinónimo de buenas premoniciones. Pero he decidido que voy a disfrutar del momento sin preocuparme del  futuro, por lo que, si las malas noticias vienen a tocar a mi puerta, puedo simplemente no abrirle y seguir en lo mío.

El timbre de la casa suena y mis ojos se abren desmesuradamente. «Yo no llamé a la mala suerte, yo no llamé a la mala suerte», me repito. Es simple paranoia, el timbre puede sonar en cualquier momento del día, especialmente porque es sábado y los sábados las personas aprovechan para visitar. Claro, ¿por qué no? «Que nadie abra, que nadie abra».

Click, suena abajo. Hola, dice mamá, ¿a quién...? Alguien más interviene, ¿está Samantha?

—¡Sami! —llama mamá—. Te buscan.

«Mierda, me encontraron».

Bajo las escaleras asomándome por el barandal, intentando obtener una ojeada de quién puede estar en la puerta, pero la pared que divide la sala del recibidor no ayuda en mi tarea, por lo que no me queda más que bajar del todo y enfrentar a quien sea que me está buscando.

Al llegar al recibidor, mamá me mira como esperando una explicación y yo no puedo evitar sentirme como una quinceañera. Mejor dicho como una chica de diecisiete si nos ponemos a pensar en la persona que está en resquicio de la puerta, sosteniendo una caja en una mano y su casco de motocicleta en la otra. Sí, Damián.

—No mencionaste que esperabas visita —dice mamá con su tono de «¿qué está sucediendo aquí que no me he enterado?». ¿Por qué, mamá? ¿Por qué no dijiste eso siete años atrás y no ahora cuando ya estoy grande, empleada y demasiado dueña de mis actos? Sin embargo, no soy capaz de mediar palabra; con diez o con cien, mamá siempre será mamá y, como la abuela le enseñó, «mientras vivas bajo mi techo...». Eso incluye explicaciones también.

«Necesito mi propio departamento», pienso asintiendo para mis adentros.

—En realidad, no —comunica Damián dando un paso vacilante—. Llegó esto al local y Carlos dijo que era tuyo.

Bajo la mirada hasta el cartón que extiende hacia mí y sonrío aliviada. Já, mala suerte, ¿pensabas asustarme?

—Oh, gracias. —Cojo mi encargo y lo sacudo evaluando su peso. Mamá me mira curiosa, olvidando la persona que sigue parada en nuestra puerta principal—. Cosas para Safira; ya estaba demorando en llegar. —Me giro hacia Damián y sonrío con sinceridad—. Dile a Carlos que estaré pasando por el local por media semana.

Él me devuelve la sonrisa y, tras darle un asentimiento de despedida a mamá, se retira. Gloria cierra la puerta y me sigue hasta la sala, donde me echo para revisar mi encargo.

—¿Él no era...?

—¿Te gusta? —inquiero interrumpiendo su pregunta. Ni siquiera tengo afuera los accesorios de Safira, pero mientras pueda desviar la curiosidad de mamá a otra parte, estoy bien con mi nerviosismo.

Sam y el amor (en pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora