Montaña rusa de emociones.

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Comer, contar lo que acaba de pasar en el negocio de motos de Carlos e intentar no ahogarme con el llanto y la comida es algo imposible de hacer al mismo tiempo ¡y en veinte minutos!, por lo que le pido a Elena que almuerce mientras yo me dedico a hacerle un resumen de mi quiebre emocional.

—Entiendo que ninguno de los dos hubiera planeado aparecer así en la vida del otro —digo hipando de palabra en palabra—, pero no era necesario hablarnos. ¡Hacer como si no nos conociéramos hubiera sido menos hiriente!

—¿No acabas de decir que él quería darte explicaciones? —pregunta Elena y veo la contradicción pasar fugazmente por sus ojos.

—Sí, pero ¿con qué saldrá esta vez? ¿Cómo esperas, Leni, que después de desaparecer por tantos años, venga un día como si nada a explicar algo que hasta yo misma había olvidado?

—No lo habías olvidado para nada, Sam. Admítelo —dice vaciando su plato de comida—. No hace daño ser francos.

—Lo sé, es sólo que... —suspiro y cierro los ojos con fuerza para evitar el resto de tontas lágrimas que están por venir—. No sé qué me pasa, Lena. Esto es patético, él es patético, ¡yo soy patética! No sé a qué vienen estas lágrimas o esta opresión en el pecho, pero no me gusta. ¡Y ni siquiera me puedo contener!

—Calma, tigre —dice poniendo una mano sobre mi hombro. Estamos en el patio trasero del edificio en el que trabaja y hay muchos niños, adolescentes y adultos pasando por ahí  viéndonos con preocupación—. No te martirices por esto, Sam. No eres perfecta ni estás hecha de acero. Además, has venido guardando muchas cosas durante mucho tiempo, ¿esperabas morir tranquila? En algún momento tendrías que explotar.

—Sí, pero no ahora. No con él. ¿No podía ser otra persona? —pregunto buscando las pañitos húmedos que siempre cargo en el bolso y secándome la cara—. Rayos, Elena. Ya no quiero ni volver a lo de Carlos. Ahora que él está aquí, puede pasar cualquier momento por el negocio.

—Siempre puedes renunciar, Sam —dice con su faceta de madre buena—. Y no me vengas con que la responsabilidad te dice que tienes que culminar lo que has empezado. Si algo no te hace sentir bien, nadie puede obligarte a hacerlo.

—No será necesario —murmuro recomponiéndome en mi asiento. Han pasado más de veinte minutos desde que empezamos a hablar y lo puedo notar por la forma fugaz en que se desvían los ojos de Elena hacia la puerta del edificio—. Llamaron esta mañana desde la empresa de tu papá para avisar que conseguí el internado.

Sus ojos se alejan de la puerta y se enfocan totalmente en mí, abiertos.

—¡Dios, Samantha! —grita siendo ella, esta vez, el centro de atención de las miradas—. ¡Eso es muy bueno, más que bueno!

Y me abraza en lo que el asiento y la mesa de cemento del patio trasero del Centro de Rehabilitación para el Infante y Adolescente le permiten. Correspondo su abrazo aún con las lágrimas rodando por mi cara y con una risa incontrolable.

—Por fin ya no tendré que pagar tu comida —dice dándome golpecitos en la espalda. Me aparto de ella con el ceño fruncido.

—Yo pagué esto —señalo el recipiente vacío.

—Sí, y de ahora en adelante tú pagarás el resto —sonríe abiertamente, mostrando a la niña risueña y traviesa que conocí hace mucho tiempo atrás.

—En tus sueños —digo volteando los ojos—. Por cierto, ¿no tienes que regresar al trabajo? —pregunto empezando a recoger la basura que ella hizo y guardando la comida que en ningún momento toqué.

—¡Cierto! Lo olvidé por un momento —dice apurada—. ¿Te paso viendo después del trabajo para ir a lo de Jerry? Así me cuentas un poco más.

Sam y el amor (en pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora