v a m p i r e

H y u k T h o u g h t s

Los humanos siempre apestaban a necesidad. 

A miedo a morir. A sudor de mentiras. A hormonas baratas. 

Pero ella... 

Lumen olía a tinta y a las hojas de los libros viejos que nadie leía ya. A café quemado y a ese jabón de lavanda que usaban las abuelas en los pueblos que ya no existían. 

Y cuando me miró por primera vez, no rezumó adrenalina. 

Solo curiosidad, afilada como un lápiz recién tallado. 

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Le serví agua como un imbécil. 

¿Desde cuándo los vampiros hacemos de anfitriones?

Pero quería ver cómo sostenía el vaso. Cómo sus dedos — tan cálidos, tan vivos — dejaban marcas de condensación en el plástico. Cómo tragaba, cómo respiraba después. 

Una ceremonia absurda.

Y sin embargo, allí estaba yo, preguntándome si los humanos preferían el agua fría o a temperatura ambiente. 

Patético.

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Las mentes humanas suelen ser jaulas de grillos: 

- "¿Me pagaron la nómina?"
- "Odio a mi suegra."
- "Debería hacerme un tatuaje."

Pero la suya...

La suya era un estudio de escritor a las 3 a.m.: silenciosa, iluminada solo por una lámpara de escritorio, con paredes llenas de notas que casi tenían sentido. 

Y a veces, cuando callaba, oía el sonido de su pluma raspando el papel.

¿Escribiría sobre mí?

¿Me convertiría en otro de sus personajes desechables?

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La seguí hasta la cafetería. 

La observé morder un bagel (¿por qué los humanos masticaban tan lento?). 

Me paré bajo la lluvia como un perro abandonado, solo para ver si esta vez su pulso se aceleraba al reconocerme. 

No lo hizo.

Y eso... eso me enfureció.

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Ahora comprendía a esos humanos que coleccionaban muñecas de porcelana. 

Quería desarmarla.

Quería saber qué hacía que su corazón latiera más rápido. Si era el miedo, la rabia... o algo peor. 

¿Algo como lo que me corroía a mí?

Pero cuando alzó ese paraguas amarillo (¿por qué diablos era amarillo?), no pude moverme.

Solo atiné a decir: 

— No lo necesito.

Y mentí.