G e t t o k n o w

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El silencio en la casa de Hyuk era tan denso que podía escuchar el crujido de la madera bajo sus pies cuando se movía. Me había ofrecido agua en un vaso de plástico, como si fuera lo más normal del mundo, y ahora estábamos sentados frente a frente en una mesa de cocina vacía, sin nada más que el sonido de mi pulso acelerado entre nosotros.

Algo en su mirada -esa manera en que me observaba sin pestañear, como si temiera que desapareciera- me hizo soltar la primera estupidez que se me ocurrió:

-¿Jugamos a algo?

Kael inclinó la cabeza, confundido.

-¿A qué?

-A una verdad por otra. Tú me preguntas algo, yo respondo... y luego yo te pregunto. -Sonreí, aunque mis dedos tamborileaban nerviosos sobre el vaso.

Él pareció considerar la propuesta, sus ojos oscuros fijos en mí. Luego, asintió lentamente.

-Vale.


-¿Qué edad tienes realmente? -soltó Darden, girando el vaso entre sus manos.

Hyuk miró sus propias palmas, como si llevara las respuestas escritas allí.

-Los años dejaron de importarme cuando Napoleón era un bebé -dijo al fin.

Mierda. Eso lo ponía en... ¿qué, dos siglos? Tres? Tragué saliva.

-Mi turno -susurró él, y su voz bajó de tono, volviéndose casi hipnótica-. ¿Por qué no huyes de mí?

La pregunta era justa. Podría haber mentido, inventado algo sobre curiosidad o morbo. Pero algo en su mirada me obligó a decir la verdad.

-Porque... tu voz me hace pensar en cosas que no debería.

Hyuk dejó escapar un sonido entrecortado. Casi un quejido.

-¿Cómo es que no tienes nada en tu casa? -pregunté, señalando los estantes vacíos.

-Porque nada me pertenece -respondió, y esta vez, hubo un dejo de amargura en sus palabras-. Solo las sombras son constantes.

Me estremecí.

-Ahora yo -dijo él, y su voz se volvió más suave-. ¿Qué fue lo primero que pensaste cuando me viste?

-Que parecías... triste -admití, sin saber por qué lo decía-. Como si nadie te hubiera mirado en mucho tiempo.

Hyuk cerró los ojos por un segundo, como si las palabras le dolieran.

-¿Cómo es tu verdadera forma? -pregunté, esta vez sin filtro.

Él se tensó. Durante un momento, pensé que se negaría a responder. Pero entonces, lentamente, alzó la mano y se quitó la gorra por completo.

Su cabello rubio cayó sobre su frente, pero eso no fue lo que me detuvo el corazón.

Fue lo que pasó después.

Como si una máscara se derritiera, su piel palideció aún más, volviéndose casi translúcida. Sus ojos, antes oscuros, brillaron con un tono rojizo apenas velado. Y sus colmillos -antes solo un detalle sutil- se hicieron evidentes, afilados como dagas.

No era un monstruo. Era algo peor: era hermoso.

- Es lo que soy -susurró-. La que el mundo ya no puede ver.

Y entonces, lo entendí. No se escondía por miedo. Se escondía porque, bajo la luz cruda de la verdad, era imposible ignorar lo que era.

v a m p i r eDonde viven las historias. Descúbrelo ahora