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Nos divertíamos, ahora que recuerdo, aquella tarde.
Una de esas de verano, con cartas, charlas, risas y chapoteos en la piscina.
Hablábamos de chicos; claro, somos jóvenes.
A ti te pega uno estudioso.
Tranquilo.
A ti uno que le guste la fiesta,
pero buena persona,
uno maduro
y que hable cuando deba callar
porque es lo que hace la gente sincera.

Cuando llegó mi turno se hizo el silencio,
y todas se miraron.
Bueno, amor, dijo una, la que siempre hablaba cuando todos callaban porque así era ella. Tú necesitas a alguien que te proteja de ti misma.

Sonreí,
porque era cierto
y ya lo sabía.

Las demás no comprendieron,
pero nosotras dos sí.

No les dije tampoco
que la cuestión era querer permitirlo,
porque no conocían la satisfacción
que encontraba cuando mi escepticismo
en lo romántico cobraba razón de ser.

Supongo que no lo entendían
porque ya sabían que yo escribía mucho de amor,
sin embargo.

Aunque fuera un amor feo,
insano.
Uno de esos cánceres que se expandían por el pecho.

Un amor que olía a lluvia,
y que sonaba a cristales rotos
sobre una acera fría.

Un amor que olía a cigarrillo
y sonaba a los pasos de alguien
que pasea sin llegar nunca a su destino.

Un amor que tenía la forma
de unas sábanas revueltas
y una rosa que se marchita.

Un amor como los míos,
de esos que te cogen y no te sueltan
hasta que ya te han matado por dentro.

Cáncer,
creía haber dicho.

am[arte.]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora