Despedida de Soltero

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— ¡No puedo creerlo! Salvaste algo muy importante para mi Nazio.

—¡Claro que sí! ¡Eres mi hermano!

Dijo Ignazio sonriendo y dándome una palmada fuerte en la espalda.

—No sabes la falta que me has hecho.

Le dije, en realidad lo había extrañado y no pensaba que fuera a venir.

—¡Claro que sí! Soy el alma de la fiesta, mucho más que Piero, admite que soy tu favorito.

Dijo bromeando.


—¿Y bueno, estás listo?

—¿Listo? ¿Para qué?— Preguntaba con curiosidad, al menos que... Bueno pensando bien de Ignazio todo se podía esperar.

—Bueno para dos cosas. La primera es que mañana atarás tu vida a una sola mujer, y ya no podrás disfrutar de los placeres de la vida. Y la segunda es tu despedida de soltero.

—¡Qué gracioso! Espera, mí... ¿Qué?

En ese instante llego Piero, y entre los dos casi a arrastras me llevaron al coche.

—¡No te preocupes! Sabemos que no te gustan las cosas alocadas! Así que haremos una excepción para ti.

La verdad es que parecían a veces unos locos. Pero en realidad solo hacíamos cosas para divertirnos sin pasar las fronteras que nos llevaban al libertinaje. Por así decirlo éramos unos chicos buenos.

Después de un buen rato de recorrer la carretera, al fin reconocí el camino y por lo tanto el lugar a donde llegaríamos.

Al fin pude ver la costa y aquel puerto que nos era conocido a los tres. Ahí habíamos ido muchas veces desde que éramos unos niños. Los tres habíamos aprendido a manejar un yate. Y solíamos ir a navegar por las costas vecinas, desde que tuvimos edad para viajar solos. Aprendimos todo sobre mapas, coordenadas y como repararlos. Fuimos buenos aprendices acerca de todo lo relacionado con la navegación.

Bajamos del coche y caminamos por el muelle hasta llegar a nuestro yate. Pues era de los tres. Lo habíamos comprado entre todos con nuestro propio dinero. Los tres nos enorgullecimos por ello, al tener las llaves en nuestras manos.

Nos subimos y empezamos a arreglar todo para zarpar. Piero tomó el mando, mientras Ignazio sacaba un par de cosas de la alacena que se encontraba en el yate.
Entonces puso la mesa, sacó un vino tinto francés y luego lo sirvió en las copas, que ya estaban dispuestas en la mesa.
Después de algún tiempo llegamos a una pequeña isla que se encontraba cerca de la punta de la costa, donde se encontraba un faro. Recordé entonces cuando descubrimos esa pequeña isla. Nos metimos al faro que se encontraba abandonado. A los tres, nos encantó y pronto empezamos a ir. Así que entre los tres reparamos el faro. Se podría decir que nunca tuvimos una casa en el árbol pero en cambio tuvimos un faro.

Nos entretuvimos platicando un rato, acerca de muchas cosas, pues Ignazio se había ido un tiempo de viaje y hacia mucho tiempo que no estábamos los tres juntos.
Cuando éramos niños solíamos pensar que éramos los tres mosqueteros.
Uno para todos y todos para uno.

Después de una larga conversación yo me ausente de la plática, mis pensamientos fueron ocupados por Alaia.

Apenas alcance a escuchar la voz de Ignazio.

—Creo que es hora de que leas esa carta Gian.— Dijo Ignazio molestando, aunque mas bien sabía que tenía curiosidad.

—Por eso te trajimos aquí, así podrás subir al faro y nosotros te estaremos esperando.— Continúo Piero.

—¡Gracias chicos! En seguida regreso

—Tomate tu tiempo. — Gritó Ignazio mientras me alejaba de ellos.

Bajé del yate y caminé por la playa, hasta llegar al faro. Encendí las luces, y luego crucé un pasillo para llegar a las escaleras que conducían hasta la punta del faro.
Al llegar a la punta del faro encendí la luz.
Aquel faro lo habíamos reparado entre los tres, recuerdo que era algo que nos mantuvo ocupados y lejos de problemas.  

Saqué la carta y la desdoblé, dejé que un suspiro saliera desde el fondo de mi corazón.
Todo era perfecto, perfecto para dar lectura a la carta, la última carta que recibiría de la mujer que amaba, y por quien podía dar mi vida si fuera necesario. Una última carta antes de nuestra boda.

Quise empezar a leer la carta, pero solo me atreví a leer mi nombre.
Pues estaba temblando de los nervios, de felicidad y también por la emoción, además de una mezcla de incertidumbre.

—¡Dios! Si supieras lo que me haces sentir Alaia.
Si supieras lo que me haces sentir con tan solo unas palabras tuyas.
Si supieras lo que anhelo tenerte entre mis brazos y dejar que tu suave aliento me embriague.-

En ese instante una brisa me cubrió, sonreí ante la ironía del asunto, pues días atrás le había dicho a Alaia que nuestro amor era como el viento. Y de cierta forma me ayudaba a sentirla cerca.

Me recargué en el barandal y di un último vistazo al hermoso paisaje y de nuevo desdoble la hoja, para leer su contenido.  

Quería saber la respuesta a la pregunta que le había hecho.

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