3. La leyenda de los Bennet

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A pocos kilómetros del café muggle de los Parker, y no demasiado lejos del pueblo, se encontraba la mansión de los Bennet, una imponente edificación del siglo XIX.

Según cuenta la leyenda, Thomas Bennet fue un hombre astuto y ambicioso que pasó toda su vida creando intrigas y negocios con el fin de convertirse en un mago importante que pudiera dar un mayor rango a su apellido. Se dice que uno de estos chanchullos estuvo a punto de costarle la vida, y por ello, tuvo que huir de Londres para escapar de sus enemigos. Sin embargo, uno de ellos lo encontró antes de que pudiera ponerse a salvo.

A duras penas, consiguió librarse de aquel mago, pero a cambio recibió toda una serie de maldiciones que casi lo dejaron moribundo. Sin poder dar ni un paso más, Thomas sacó su varita y con la poca fuerza que aún le quedaba, conjuró toda una serie de hechizos protectores a su alrededor, prometiéndose así mismo que en el futuro y en aquel mismo lugar, cualquiera de sus descendientes y aquellos que se hubieran ganado la confianza de estos, gozaría de máxima protección ante el peligro si allí se refugiaban.

A día de hoy no se sabe si la leyenda es verdadera, lo que sí es cierto es que la mansión de los Bennet se había construido allí y desde entonces seguía en pie.

Era una mansión de piedra negra y tejados grises. Hubiera parecido un sobrio castillo de no ser por los amplios ventanales que daban al famoso jardín de manzanos. Solo contaba con un pequeño torreón donde se encontraba la alcoba principal, ocupada ahora por Robert Bennet.

La habitación de Megan se encontraba en la segunda planta, no demasiado lejos del torreón. A diferencia de las habitaciones de sus hermanos, la de Megan era un poco más pequeña y discreta. Además, su ventana no daba al jardín de los manzanos de su abuelo, sino a la entrada principal, por lo que desde allí podía ver el entrar y salir de las personas que visitaban la mansión.

En aquellos momentos, Megan no estaba mirando por el ventanal. Con discreción, colocaba tras una balda encantada de su estantería el libro que se había estado leyendo durante el verano, Secretos de las Artes más Oscuras. El libro desapareció en el momento que lo colocó. No es que hubiera desaparecido literalmente, sino que se había vuelto invisible pues eso era lo que ocurría cada vez que Megan ponía algo sobre la balda encantada.

Alguien llamó a la puerta de su habitación.

- ¿Si?

- La cena está lista, señorita. – dijo Eleanor Parks, una mujer anciana y arrugada que no había cambiado su aspecto en los últimos diez años; prácticamente desde que entrara a trabajar como nana de los Bennet. Con los pies muy juntos y las manos cruzadas se dio la vuelta y dejó que la chica se preparase para bajar.

Allí en la mansión de los Bennet era todo muy anticuado.

Megan se lo recordaba constantemente, era como si viviera en el siglo pasado. Había muy pocas familias de magos que siguieran comportándose así, y la mayoría eran de una genealogía igual de pura que la de los Bennet.

Los sangre pura o sangre limpia.

Ese concepto también se había quedado anticuado. En la sociedad mágica actual hacía años que había dejado de ser importante el pertenecer a una familia de sangre pura o de nacidos de muggles.

A Megan siempre le había dado igual eso. De hecho, conocía en Hogwarts a algunos chicos mestizos o nacidos de muggle y no tenía ningún tipo de problemas con ellos. El ejemplo era Alice Adams con la que había intimado un poco más.

Al principio no le había caído bien. Recordaba perfectamente la primera vez que se había fijado en ella, casi al principio del curso pasado, tras discutir con Ian. Se había querido refugiar en el baño para olvidarse de la trampa que le había preparado su hermano para que fuera Ian quien ocupara el puesto de buscador en su lugar. Entonces Alice había aparecido allí, intentando aparentar ser seria, aunque los gestos rápidos que hacía con sus manos le indicaban que estaba bastante nerviosa.

Historias de Hogwarts II: el VolumenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora