Prólogo.

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Julio de 2009. Nashville, Tennessee.


La veía reír una y otra vez junto a su amiga, decían más cosas y volvían a reír, una con su cabello negro cortísimo y sus ojos aceitunados, otra, y la que importaba para mí, con su cabello café ondulado y sus ojos almendrados, ella era mi chica.

Sus facciones de sorpresa y burla me hicieron sonreír, probablemente estaba contando un chiste o una anécdota graciosa, lo que sea que fuera la alegraba, y por lo tanto a mi también. Aunque en el fondo lo sabía. Yo sabía perfectamente que no volvería a ver esa cara bonita ni escucharía esas carcajadas melodiosas de nuevo.

Ella se iría más pronto de lo que imaginaba, ocho años no bastaban para mí, la necesitaba más tiempo, la mayor parte de mi vida con Meredith había sido jugar, revolcarnos en la tierra, crear puentes en el río, hacer todas esas cosas que unos niños de seis a diez años hacían. Pero todo cambió después. No supe que pasaba pero esa niña inocente que llevaba por mejor amiga empezaba a crear sensaciones fuertes en mi estómago cada que se aparecía.

A los once años, siendo un niño todavía, me gustaba.

Lo sabía, no tenía duda de que yo quería casarme y tener hijos con ella. Probablemente bastante exagerado pero yo así lo pensaba. Cuando la vi acomodarse un mechón de cabello detrás de su oreja sentí un hormigueo repentino, ese mismo gesto lo había hecho el día que nos dimos el primer beso.

Un asombroso primer beso.

Magnífico.

Yo ya había cumplido doce y ella seguía en sus once. Creábamos un nuevo caminito de rocas sobre el río, uno más fuerte que el anterior, uno que no se derrumbara cuando hubiera rápidos. Ella me pidió la última roca y yo se la había entregado, la colocó y festejamos cuando pudimos cruzar con éxito sin caer, me había abrazado porque habíamos trabajado en ello por horas, estábamos emocionados y entonces sucedió. No pensé en nada más que en acercarme y robar un beso de sus labios partidos.

Tenía el mal hábito de mordérselos pero no me quejé al probarlos, fue todo lo contrario, estaba fascinado con su sabor tan dulce y su suavidad deleitante. Había imaginado tantos meses hacerlo y me perdí en la sensación que me provocó, no sólo era su primer beso, era el mío también, estaba perdidamente loco por esa niña de lentes cuadrados que me observó detrás de ellos cuando me aparté.

Se había ruborizado y se había ido.

Aquél día me había sentido bien y mal, dos sentimientos al mismo tiempo provocados por la misma persona. Meses después, cuando ella finalmente cumplió doce, habíamos iniciado un noviazgo. El primero. Estamos juntos desde entonces. Ahora, yo con catorce y ella con trece, a punto de los catorce, las cosas no podrían marchar mejor. Lo hacemos todo juntos que me acostumbré a la rutina de estar a su lado, había vivido la mejor infancia de todas con ella y aunque esperaba vivir la mejor adolescencia también, ésta estaba durando tan poco que me sentía paranoico por tan sólo pensarlo.


— ¡Aaron! —llegó y me abrazó por el cuello llenándome la cara de besos, me sobresalté de inmediato porque ni siquiera noté cuando se despidió de Denisse.

Sentado en las gradas me levanté y la sostuve por la espalda un largo periodo, aspiré su aroma fresco al cual ya estaba acostumbrado, cuando me separé solamente fue para verla a los ojos y, aunque me miró extraño, la besé y lo hice durar también. No quería que acabara y ella no lo notaba.

Se iría en una semana. Una maldita y agonizante semana torturándome con los pensamientos de Angélica Cooper mudándose a Wisconsin, la peor etapa de toda mi existencia.

Mi boca presionó firme y fuerte al principio, luego hice lo que pocas veces hacía, me abrí paso en su interior y busqué juguetonamente su lengua, la hice sonreír al principio pero luego me correspondió, oh, y si ella tuviese una idea de lo mucho que eso me prendía.

Dimensiones.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora