Capítulo 8 parte 3. IN FATALE DIE.

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Hogar de los Nedidis. Corinto, Grecia.

Y ahí estaba ella... ante el cuerpo sin vida de su amado despedazado y cubierto de sangre.
Debía lavarlo y ungirlo en aceites así como colocar bajo de su lengua, un óbolo con el que pudiese pagar la travesía al barquero Caronte... Pero no sabía por dónde empezar; aquello era muy distinto de cuando amortajó a sus padres.

No sabía cómo unir ambas extremidades sin que sangrarán y manchasen la mortaja o se desunieran durante el traslado.

Miró el rostro de su amado y rompió en llanto nuevamente: ¡aquello no podía ser peor!
Había rechazado la ayuda de su hermana y cuñadas, ya que era una tarea que tenía que realizar a conciencia, pues su virum merecía poder cruzar al otro lado y que su alma morara junto a los grandes dioses por toda la eternidad.

Llenó una palangana con agua de mar que su hermana le había traído especialmente desde Salamina para este fin, hundió la suave esponja en el agua y comenzó a lavar la cara de Aristo; en poco tiempo el agua clara y transparente se tornó carmesí. Terminó con el torso, y continuó con las piernas. Sus miembros estaban disgregados por la mesa en donde lo habían depositado los hombres que lo habían transportado hasta allí; Leandra las miró repetidas veces mientras limpiaba el cuerpo de su esposo con un único pensamiento rondando su atribulada mente: ¿cómo uniría ambas partes? Entonces una idea le sobrevino como un rayo de luz en la oscuridad: aguja e hilo.

Nunca había cosido en la carne, ni siquiera en heridas, pero había oído que las esposas de los soldados estaban acostumbradas a hacerlo; y no podía ser tan diferente de coser la tela.

Corrió al viejo mueble del salón donde guardaba las agujas e hilos que solía utilizar en sus remiendos; escogió el hilo blanco porque su color representaba la pureza, enhebró la aguja y con manos temblorosas procedió a introducirla en la carne. Estaba mucho más dura de lo que había imaginado: dobló la aguja, curvándola debido a la fuerza empleada; el hilo se tiñó de rojo al pasar a través de la carne, acercó las piernas al torso recogiendo con ambas manos las vísceras de su marido, intentando que quedaran dentro del cuerpo mientras ella lo unía. Fue una tarea ardua y agotadora, había conseguido coser toda la parte delantera del estómago con bastante pericia; ahora faltaba la espalda: empujó el cuerpo de su marido con cuidado para darle la vuelta, cuando un leve crujido llegó a sus oídos... miró hacia abajo y se percató de lo sucedido: el hilo había cedido rompiéndose, y por lo tanto las entrañas habían vuelto a quedar esparcidas sobre la mesa. Leandra se dejó caer agotada y compungida en el suelo: aquello era lo más duro que había hecho en su vida.

Lloró mientras su cabeza trataba de buscar una solución; tendría que buscar un hilo más fuerte y consistente; uno que aguantara mejor la tensión generada entre ambas partes que debían quedar unidas para siempre.
Pero ella no disponía de filamentos con esas características...

La brisa meció sus cabellos, haciendo oscilar también las grandes cortinas; regalo de un importante hombre de Corinto en el día de su boda.
Aquellas cortinas tan blancas y sofisticadas iluminaban toda la estancia con sus bordados en oro, que aportaban calidez al hogar. Leandra encontró la solución rápidamente: corrió tijeras en mano hacia las cortinas, cuyo hilo dorado era tremendamente resistente. Comenzó a descoser los bordados y a recoger la fibra resultante; esta vez funcionaría, su marido tendría una de las mejores mortajas nunca vistas y ni los más destacados políticos poseerian semejante amortajamiento.

Después de más de cinco horas tratando con el cadáver de su amado, se dio por satisfecha ¡había quedado perfecto! El hilo de oro era resistente; realizó puntadas pequeñas y juntas para que tuviera más consistencia. Daba la impresión de que llevase un fino cinto dorado más que un cosido.

DEA NOCTIS {El Origen} Donde viven las historias. Descúbrelo ahora