Capítulo 38

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Para olvidar un poco el mal trago y obtener la tranquilidad que hace tiempo no encuentro, decidí visitar a Soledad y mis hermanas. Extrañaba esa casa, merendar con tostadas y cenar la comida que mi madre prepara con tanto amor y dedicación, pasar tiempo con mis hermanas, hablar sobre el colegio y recordar que cuando uno es niño las cosas son más fáciles.

Nadie me dijo que la vida es dura, que las personas engañan, mienten y no siempre tienen buenos sentimientos e intenciones. Toda mi infancia fue una mezcla entre buenas y malas cosas, pero ahora creo que fui ingenua y no quise ver la realidad.

Ser hija de una madre soltera no fue nada fácil. En la primaria me discriminaban, ahora es algo normal y casi obligatorio. En los actos del colegio sufría porque nadie iba a verme, como mi madre trabajó toda su vida no podía darse el lujo de faltar por algo sin importancia. En esos momentos pensaba que si tuviera padre todo sería diferente. Ahora pienso lo mismo, pero ya no le guardo tanto rencor, en aquella época me sentía inferior, sentía que era diferente y eso no estaba bien visto.

Odiaba a mi madre y su forma de criarme, no era una nena terrible, pero tampoco fácil de llevar. Cometía travesuras como cualquier niño de mi edad, sin embargo, Soledad no las toleraba. Cuando hacía algo malo sacaba esa temible manguera y me pegaba tan fuerte que muchas veces necesité faltar al colegio para recuperarme. No la juzgo, ella hacía lo que creía era mejor para mí. Nadie te enseña a ser padre y a ella menos. Su familia la trataba así y, por consiguiente, ella copió su crianza y la replicó en mí.

Cuando ingresé a la escuela secundaria las cosas se pusieron peor. Transité la adolescencia y todo lo que ello implica, con tristeza porque siempre creí que hacía las cosas de la manera incorrecta. En la infancia me pegaba porque me portaba mal, en la adolescencia me pegaba porque era una puta en potencia. No podían gustarme los chicos porque eso significaba que me convertiría en una puta, no podía salir con mis amigas porque las chicas de bien se quedaban en sus casas sin salir y, además, yo debía cuidar a mis hermanas. Si me discriminaban en la primaria, en la secundaria ni les digo. Los chicos son muy crueles cuando quieren y en el último año peor todavía. Me decían fea, virga (apodo para virgen), tonta, traga, pero cuando necesitaban que alguien les pase las respuestas eran todo amabilidad. Y yo los ayudaba sólo por tener un poco de atención o cariño ya que después de hacerlo atravesábamos un período de hermandad entre todos.

Los complejos de inferioridad se acentuaron en esa etapa. Llegué a creerme lo fea que ellos decían que era, lo tonta y poco deseable que me veían. Por eso pienso que cuando me crucé con Javier me aferré a él como un imán. Lo necesitaba para ser alguien, para sentirme querida, amada, deseada, importante... persona. Nadie hasta el momento logró que me sintiera así, nadie. Esa era su capacidad; me elevaba, me transformaba en alguien mejor y no me importaba lo que hiciera siempre y cuando volviera a mis brazos.

Hasta que me crucé con Fede. Puedo jurar que el poco tiempo que paso con él me atrae cada vez más y por mucho que me resista siento que lo quiero más de lo puedo reconocer. Una vez más la vida pone piedras en mi camino, se ensaña conmigo y pretende hacerme sufrir, desilusionarme otra vez y marcar aún más mi ya rasgado corazón. Esta relación no es viable, no es correcta y va en contra de mis códigos, pero ¿cómo se lo hago entender a mi corazón?, ¿cómo dejo de sentir esto que siento? No sé cómo, pero lo haré. Prefiero seguir con Javier antes que meterme con un tipo casado, con una hija y, para peor, con su esposa embarazada.

En estas cosas pensaba cuando caminaba por la calle Monroe. Algo dentro de mí me mantiene en alerta, una opresión en el pecho se formó esta mañana cuando salí de la casa de mi madre y todavía no me abandona. Un presentimiento. Algo no está bien y debo averiguar qué es lo que pasa.

Desilusión ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora