19 | Un daño colateral inevitable.

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Los ojos oscuros de Isaac me traspasaron desde el otro extremo de la habitación como un puñado de dardos. Y si yo no me caí de cara contra el suelo fue por pura suerte, porque, primero de todo, yo acababa de estar husmeando a escondidas en su habitación. Segundo, porque seguía teniendo la pequeña llave escondida en una mano. Y, tercero, porque nada más verlo ahí sentado sobre mi cama la palabra condones XXL se iluminó en mi cerebro en un cartel neón de color rojo con una canción de The Weeknd sonando de fondo.

Parpadeé para quitarme ese pensamiento intrusivo y nada pero que nada adecuado de la cabeza.

—En la biblioteca. —La mentira se deslizó con facilidad de mi boca. Para distraerlo y poder meterme sutilmente la llave en el bolsillo trasero de mis pantalones, le pregunté—: ¿Cuándo has llegado?

—Ahora —dijo mientras echaba un vistazo a la pila de libros que había sobre mi mesita de noche. Había unos seis libros y todos hablaban sobre los Asphars y los Nephers, a excepción de uno de ellos, que era el libro sobre mestizos que Aran me había prestado—. Veo que has estado entretenida.

«Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo, y saldrás triunfador en mil batallas», Sun Tzu —cité.

—¿El Arte de la Guerra? —Isaac aventuró, abriendo distraídamente un libro para ojearlo con curiosidad.

—¿Lo has leído? —Estaba sorprendida.

—No. Pero a Aran le gusta hablar de sus libros.

—Me sorprende que recuerdes la cita.

—Le gusta hablar demasiado de sus libros —suspiró, aunque no fue un suspiro exasperado. Más bien resignado.

Me asaltó una sonrisa. Aran era adorable. Me había pasado todas las tardes de la semana en la biblioteca con él, y siempre tenía la cara metida en algún libro distinto cada día, y cuando salía de la biblioteca antes que yo, siempre se llevaba una pila de libros con él que devoraba en una noche porque, a la tarde siguiente, volvía a llevarse otra pila distinta. Y me había dado cuenta de que la mitad de los libros que leía eran de autores humanos. Como Sun Tzu, al parecer.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté, todavía parada frente a la puerta.

Se me pasaron por la cabeza cientos de opciones de por qué Isaac estaría esperándome en mi cuarto nada más volver de donde quiera que hubiera estado, pero ninguna de ellas se le acercaba a...

—Echaba de menos a mi rehén favorita.

Entonces levantó la vista de los libros para mirarme a mí. A pesar de que sabía que era una broma, algo titiló en mi estómago. Para despejar esa sensación, me crucé de brazos sobre mi pecho y alcé una ceja, fingiendo estar celosa:

—¿Cómo que «favorita»? ¿Hay más rehenes en tu vida? —bromeé.

Apoyó los antebrazos en las rodillas flexionadas, inclinando la cabeza a un lado, lo que hizo que los mechones negros que le caían sobre las cejas se movieran también. Solo había pasado una semana pero... no sé, ¿le había crecido el pelo? ¿Estaba más bronceado?

—No se me ocurriría —pronunció en voz baja.

Me asaltó una sonrisa burlona, hasta que le oí decirme la verdadera la razón por la que estaba aquí:

—Te he traído algo.

Mi sonrisa decayó rápidamente por la confusión. Entonces noté que había una pequeña bolsa de cartón a su lado, sobre la cama.

—¿A mí? —murmuré.

Con pasos vacilantes, reduje la distancia que me separaba de él para coger la bolsa con otro gesto vacilante, introduciendo la mano para rebuscar dentro. Isaac contempló cada uno de mis movimientos mientras yo contenía la respiración y sacaba una cajita del interior. Cuando saqué lo que había en el interior, era...

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