Libro II: Prólogo

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21 de junio, 2024. Estado de Nebraska, EEUU. C.E.A.M.

[Un año y diez meses después del final del LIBRO I].


Las alarmas estallaron como un trueno, sacudiendo todos los rincones de la fortaleza.

Los cuerpos grandes y completamente enfundados en negro de los soldados se irguieron en un instante. Los ojos de la suboficial Ragner recorrieron el corredor, captando el movimiento sincronizado y tenso de los hombres bajo su mando.

El eco de los gritos se mezcló con el sonido de las alarmas. Sabía que algunos de esos gritos provenían de sus compañeros, de las órdenes y comunicaciones frenéticas transmitidas entre los soldados, pero otros... otros eran diferentes.

—¡Activad protocolo de defensa! —rugió uno de los suboficiales desde los altavoces, y la orden se transmitió como una cadena por el resto de la organización.

La formación cambió al instante. Los soldados se reorganizaron, y Ragner también, moviéndose rápidamente hasta el frente de los soldados que esperaban una orden. Ragner no comprendió qué podría estar sucediendo. De hecho, esto no debería estar sucediendo. Con un gesto de la mano, ordenó a su equipo que se desplegara hacia la salida.

Hasta ese día nunca habían tenido que activar el protocolo de defensa, pero Ragner sabía muy bien lo que eso significaba: alguien que no debía acababa de atravesar el perímetro exterior de la organización.

El sonido de los gritos guio al resto de los soldados de la fortaleza por los pasillos hacia el patio exterior. Las puertas de hormigón ya estaban abiertas cuando Ragner y sus subordinados las atravesaron.

En el suelo de aquel patio, dos figuras estaban acurrucadas bajo la pálida luz de los reflectores. Un hombre y una mujer. En realidad, un hombre y una niña. Una docena de soldados los rodeaban con las armas apuntando en su dirección.

Intrusos.

El hombre sostenía a la niña con una desesperación palpable, protegiéndola de los cañones, de los reflectores y de las miradas desdeñosas de los soldados, temblando.

—¡Por favor, esto es un malentendido! ¡No sé qué está pasando! —El grito del hombre resonó en el aire frío de la noche, sus brazos aferrándose alrededor de la niña—. ¡No hagáis daño a mi hija! ¡Por favor!

Ragner observó con tensión la situación sin atreverse a dar una orden todavía. Dirigió su atención hacia la entrada del edificio. Los Oficiales aún no habían llegado. Y todavía no había señales de Rage. Pero eso no importaba. Todos los soldados y los Suboficiales aquí presentes lo sabían: estas dos personas no deberían estar aquí. Nadie llega al C.E.A.M. por accidente. Y todo el que llega aquí sin ser invitado... no puede salir. No con vida, al menos.

—Estaban merodeando los dos dentro del perímetro que rodea la organización. —Informó otro de los suboficiales, Arnold, que lideraba a la unidad de soldados que rodeaba a los intrusos. Él levantó un par de mochilas de tela—. Llevan cámaras.

—Soy arqueólogo. —El hombre levantó la cabeza, sin soltar a la niña, murmurando con voz entrecortada—. Estábamos explorando cerca de aquí y... nos hemos perdido. Por favor, solo quiero llevar a mi hija de vuelta a casa. ¿Qué sitio es este?

Las palabras del hombre cayeron en un silencio sepulcral, solo turbado por los sollozos de la niña y el viento chocar contra los cascos de Kevlar. El Suboficial Arnold levantó la cabeza para sostenerle la mirada a Ragner. Meneó la cabeza a los lados.

Justo lo que Ragner suponía. Asphars psíquicos. Mentes infranqueables. No podía ser casualidad que justo las personas que no debían estar aquí fueran psíquicas. Nadie podría saber si dicen la verdad o no. Desde luego no Arnold, uno de los soldados psíquicos de primera categoría de la organización.

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