Libro II: 01 | Los primeros instantes de la muerte.

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23 de agosto de 2022 [Presente - justo después del final del Libro I]

10:43 AM



No estoy muerta.

Al menos, no aún.

Cuando uno de los soldados de Rage me escolta al interior de las puertas de acero del C.E.A.M., sé que los primeros instantes de la muerte deben sentirse exactamente así: como ser arrastrada hacia el interior de un abismo cruel y oscuro listo para devorarte. Listo para reducir tus restos a un montón de nada y convertirte en un cascarón frío y vacío.

O, al menos, esa es la impresión que me da cuando estoy dentro.

Salvo por el hecho de que la muerte debería ser tranquila.

Aquí dentro no hay nada de eso.

Se mueven como sombras. Centenares de soldados enfundados en uniformes de cuero y cascos oscuros. Emergen desde todos los rincones y se mueven en todas las direcciones. El estruendo de las botas, el eco interminable de las pisadas resonando contra el suelo, el roce de las armas, el susurro casi imperceptible de los murmullos y las retransmisiones. Como si mi llegada los hubiera sumido en el caos.

Sus miradas, ocultas tras los visores, se vuelven hacia mí a medida que mi escolta me arrastra por un pasillo infinito. Puedo sentirlas. Sus cascos me siguen, se giran a mi paso, se inclinan en gestos amenazantes o cautelosos. Como fantasmas escrutando a su presa.

O a su depredador.

Otro soldado llega hasta nosotros y agarra mi brazo izquierdo y, de repente, hay dos soldados arrastrándome pasillo adentro. Si por fuera la edificación luce inmensa y poderosa, por dentro es absolutamente sombría y penumbrosa. Las paredes son monolitos de acero gris oscuro que se levantan a más de diez metros sobre el nivel del suelo y de repente el vértigo y el pánico me atraviesan por dentro.

Es una maldita jaula.

Y yo estaba encerrada con el mayor depredador de todos entre aquellas paredes. En un movimiento tenso de mi cabeza, y mientras los soldados siguen tirando de mí hacia dios sabe dónde, consigo girar el cuello hacia atrás. Buscándola.

Pero no está. Rage ya no está detrás de mí. No la veo por ningún lado.

El pánico me atraviesa con mayor fuerza pero antes de poder registrar los hechos, o preguntarme qué está pasando, los soldados se detienen. Y yo me detengo también. Cuando vuelvo la cabeza al frente, estamos delante de una puerta que se abre automáticamente, deslizándose a un lado con un sonido mecánico. 

Tiran de mí dentro y, entonces, estamos en el interior de una sala médica.

Y el caos aquí dentro es todavía más frenético que fuera.

Un puñado de hombres y mujeres con batas blancas se mueven desenfrenadamente de un lado a otro bajo la luz estéril de la inmensa sala. El sonido de las máquinas se mezcla con el murmullo de sus conversaciones y mi respiración errática.

Pero, en cuanto los soldados cruzan el umbral de la puerta conmigo, todo se detiene.

De repente, el ruido constante cesa, el bullicio se apaga y el tiempo parece detenerse un segundo eterno. Un centenar de cuerpos se gira en mi dirección y otro centenar de ojos se clava en mí. En mi cuerpo, en mi cara, en mi expresión de acero.

La sala entera parece contener el aliento.

Puedo sentir su sorpresa. Sus juicios derramarse sobre mi piel. Puedo hasta sentir sus pensamientos. Sus preguntas. Pero nadie se atreve a decir nada. Solo me evalúan.

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