04 | Los siete fantásticos.

1.5K 212 26
                                    







Siempre me he considerado una persona valiente.

Incluso cuando el miedo parecía infranqueable, yo me seguía considerando valiente. Y lo sé porque el miedo había sido mi fiel acompañante durante muchos años, sobre todo después de la muerte de mi padre. Aunque, en realidad, esa sensación de miedo comenzó por primera vez cuando yo era mucho más pequeña, cuando descubrí que me aterraba el mar.

El verano en el que cumplí ocho años, mis padres y yo fuimos de vacaciones a California para pasar unos días. Aquella fue la primera vez que vi una playa de verdad. También fue la primera vez que me sentí tan aterrada. No hubo forma de que mis padres consiguieran que metiera un solo pie en el agua. Por eso, mi madre, agarrándome de una mano y acercándome a la orilla del mar, me dijo algo que era aún capaz de recordar muy vívidamente:

—Cuando quieres asustar a un amigo, ¿cómo lo haces? —preguntó mamá arrodillándose sobre la arena para mirarme a los ojos.

—Me escondo y cuando menos se lo espera, salto, pongo la cara de un monstruo muy feo y grito: ¡buh! —exclamé.

Aunque mi entusiasmo no tardó en esfumarse, porque no entendía qué tenía que ver mi forma de asustar a mis amigos con el miedo que sentía cada vez que pensaba en meterme en el agua.

—Entonces tienes que hacer lo mismo con el miedo —me dijo—. Tienes que asustarle al miedo, Kirsen.

Yo miré a mi madre atónita, no comprendiendo el significado de sus palabras.

—Y ¿dónde está el miedo?

Ella me sonrió con calidez.

—Cierra los ojos.

Lo hice sin dudar.

—Ahora, cuando menos se lo espere, abre los ojos, salta y pon la cara de un monstruo muy, muy feo para asustar al mar, ¿de acuerdo?

—¿Puedo gritar «buh»?

—Por supuesto que sí, cariño —se rio—. Cuando termine de contar hasta tres, lo hacemos juntas.

Asentí con entusiasmo. Cuando terminó la cuenta atrás, poniendo la cara más fea y temible que pude, abrí los ojos y grité con ferocidad.

Pero cuando vi lo que había justo frente a mis narices, arrugué la frente perpleja ante la imagen que había delante de mí.

Mi propia cara.

Porque mamá sujetaba un pequeño espejo frente a mi rostro.

Empecé a reírme por lo graciosa que lucía mi cara.

—Soy yo —dije, mirando a mamá y después a mi propio reflejo en el espejo.

—Claro que eres tú, Kirsen —me dijo, sosteniéndome de los hombros—. El miedo no existe, lo creas tú misma. El miedo eres tú. ¿Tendrías miedo de ti misma?

Considerando la pregunta absurda, respondí con obviedad, sintiéndome un poco más valiente que antes—: ¡Claro que no!

Mamá me acarició la mejilla.

—Entonces no tienes nada de qué temer.

Y, sosteniéndome de una mano, nos guio a las dos al mar. Estaría mintiendo si dijera que el miedo se había esfumado, porque no lo hizo. Pero esa fue la primera vez que lo enfrenté. Y tras algunos años, cuando me convertí en una de las nadadoras con mejor puntuación a nivel regional, conseguí demostrarme a mí misma que a veces el miedo podía ser solo una vil ilusión. A veces solo había que ser un poquito valiente para plantarle cara.

SEVEN ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora