02 | Pues no, no es una broma.

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Isaac estaba sentado sobre el sofá del pequeño salón como si estuviera en su propia casa. Tan impasible y oscuro como siempre. Con las largas piernas separadas y el cuerpo grande ocupando más de la mitad de un sofá hecho para dos personas de tamaño promedio. La luz naranja de la pequeña lámpara se reflejó en sus ojos negros mientras me contemplaba en silencio, y en el tatuaje del número siete que comenzaba justo debajo de una mandíbula fuerte y desaparecía debajo del cuello de la camiseta.

Y por si eso no fuera lo suficientemente extraño, había un pájaro —no, un cuervo— sobre su hombro. Un maldito cuervo. Pero ¿qué coño?...

Pegué mi espalda a la puerta hasta fusionarme con ella, con el corazón subiéndome a la garganta. Solo cuando comprobé que no me iba a desmayar del miedo, despegué los labios para susurrar, con absoluto terror:

—Tienes cinco segundos para salir de mi casa o empiezo a gritar.

Isaac inclinó un poco la cabeza a un lado, como si estuviera confundido.

—¿Gritar? —preguntó—. Pero si todavía no he empezado.

Una descarga de horror me ascendió por las piernas y por el resto de mi cuerpo hasta reflejarse en mi cara. Tragué con mucha fuerza cuando me di cuenta de que Alec había tenido razón todo este tiempo. Joder, los Seven eran unos asesinos seriales. Y yo estaba a punto, a puntísimo, de unirme al club de alumnos desaparecidos (asesinados) de Reems.

En medio de aquella aterradora situación, me di cuenta de que esta era la primera vez que oía su voz. Era profunda, grave y ligeramente ronca. La clase de voz que te gustaría que te susurrara cosas sucias al oído. Aunque la única cosa sucia que este chico iba a hacerme era matarme.

No dispuesta a esperar a que eso sucediera, sobre todo porque no pensaba morir antes de graduarme, arrastré una mano detrás de mi espalda muy sutilmente buscando el pomo de la puerta para abrirla y salir corriendo por patas de aquí antes de que...

—Si sales por esa puerta tengo que perseguirte y no estoy de humor para eso —Isaac exhaló con una capa de advertencia destilando en el fondo oscuro de sus ojos—. Así que ahórrame el esfuerzo, ¿quieres?

Algo en la forma en que clavó sus ojos en los míos o en el tinte de amenaza con que lo hizo me paralizó por completo y solté la manilla de la puerta inmediatamente. ¿De todas formas cuánto iba a poder correr con un vestido y unos tacones antes de que me alcanzara? ¿Si habían podido cargarse a nueve alumnos —o diez, contando a Tim Hoffman—, por qué no iban a poder matarme a mí también?

—¿Qué quieres? —solté bruscamente.

—Directa al grano —pronunció casi me atrevería a decir con aprobación—. Me gusta.

—¿Y te gustaría también ir a la cárcel por allanamiento de vivienda? Porque ahí es donde vas a acabar como no salgas de mi casa ahora mismo —espeté furiosa, pero firme, a pesar de que me estaban temblando hasta los pelos de la cabeza.

Isaac no contestó, pero me contempló en silencio, y algo parecido a la curiosidad y a la fascinación detonó en el fondo de sus ojos.

—Ya te he dicho que ella no es de las que se echan a llorar —dijo alguien que no era Isaac.

Cuando me volví rápidamente hacia la voz que acababa de hablar, había un chico apoyado contra el marco de la puerta de la cocina entre la oscuridad, y aunque la pequeña lámpara que Isaac había encendido apenas alcanzaba a iluminarlo, no me costó mucho trabajo reconocerlo: Elías Kane. El chico de pelo castaño y ojos verdes eléctricos tenía una sonrisa burlona en los labios mientras le daba tranquilamente un mordisco a una manzana que seguramente había encontrado en mi cocina.

SEVEN ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora