Roto

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Roto.

Así estaba.

Yuuri no comía. Yuuri no bebía. Yuuri no dormía. Yuuri no se movía. Yuuri no lloraba. Yuuri no hablaba. Yuuri apenas respiraba.

Yuuri quería morir.

Su existencia estaba vacía, hueca. Su triste y quebrada conciencia entendía que todo lo que había experimentado en lo que en un principio creyó una horrible pesadilla, fue real, y era su cuerpo adolorido y lleno de moretones, la principal prueba de ello.

El omega ya no tenía lágrimas que llorar, palabras que decir, ni deseos para continuar. Era forzado a vivir, y lo odiaba, más no había mucho que pudiera hacer, cuando todos a su alrededor parecían creer que él aún quería estar en medio de ese mundo horrible, que lo despedazaba una y otra vez.

Pero lo peor eran los recuerdos que lo invadían cada vez que cerraba los ojos. Apenas cerraba los ojos, volvía a ver a sus captores, a sentir sus pesados alientos contra su piel, a oír sus risas crueles y las palabras con las que se ponían de acuerdo para abusar de él. También sentía cada golpe recibido al negarse a ceder a la voluntad de unos extraños, y de la misma forma sus venas ardían nuevamente, como si las agujas con las que lo habían drogado y obligado a entrar en celo, penetraran otra vez su piel.

Aún en sus sueños, Yuuri era incapaz de encontrar calma, pues aunque suplicara una y otra vez que su martirio terminara, su tormento continuaba y empeoraba conforme sus ruegos lo hacían.

Por eso ya no comía, pues se había percatado de que, mezclados con sus alimentos, le daban más drogas. No importaba que fueran analgésicos que pretendían aliviar el dolor de su cuerpo, o medicamentos que lo hacían sentirse pesado e incapaz de moverse, para Yuuri no eran más que drogas que lo sumían en un profundo sueño, mismo que avivaba el dolor que lo consumía.

El omega prefería soportar el intenso dolor de su cuerpo, a cerrar los ojos y encontrarse nuevamente desprotegido, y en medio de alfas y betas que disfrutaban de su sufrimiento.

Así, a un ritmo alarmante, lo que había sido una vez un bello chico con anhelos de superación y libertad, quedaba atrás para darle paso a un moreno que apenas respiraba sin sentir dolor, alguien que con mucha desesperanza aceptaba que, fuera de los muros de su prisión de oro, nada quedaba para él, más que ser el juguete de brutales seres.

Yuuri quería gritar pero su garganta estaba seca. Yuuri quería llorar pero ya no sabía cómo.

Yuuri ya no era Yuuri.

Sus sueños de libertad, sus anhelos de superación, fueron brutalmente reemplazados por miedo y una aplastante inseguridad. En la mente del moreno se repetían una y otra vez, las palabras que sus verdugos le habían dicho cada vez que intento luchar y huir: ¿Qué pretendía él, un omega desechable, luchando contra su destino? ¿Acaso aún creía que podía aspirar a ser algo más que un objeto de placer para seres superiores a él?  ¿Por qué no entendía que nadie sentiría otra cosa más que lujuria por su cuerpo? ¿Por qué aún luchaba? Yuuri no tuvo respuestas.

Todo lo que le quedaba al omega, era permanecer con sus opacos ojos puestos en algún punto dentro de la hermosa y lujosa habitación donde lo habían encerrado, esperando sin esperar, siendo sin ser.

El omega se había rendido, no volvería a pelear, a soñar o a anhelar lo que le fue arrebatado años atrás, cuando era un niño. Su mente quebrada creía que lo mejor que le hubiera podido pasar, habría sido morir junto a su familia, en vez de ser alejado de ellos; se decía tonto por creer que por alguna razón, se le permitió vivir. Se llamaba estúpido por pensar que tal vez, con el tiempo, encontraría a alguien que lo amara y liberara del mundo donde quedó atrapado, incluso empezaba a despreciarse por ser tan tonto e ingenuo, por no entender que no era nada más, que un medio para darles placer a otros.

Y es que Yuuri ahora lo sabía, sabía que se había enamorado de un monstruo y que el monstruo jugó durante años con sus sentimientos, usándolo a su conveniencia. Sabía que la bestia hacía alarde de su brutalidad para mandar a sus enemigos un mensaje, del mismo modo que sabía que ése cruel hombre al que llamaba amo, lo usaba para dejar en claro, lo que pasaría si alguien más se atrevía a desafiar su poder y jugar con su suerte.

Yuuri quería borrar de su memoria todo rastro del tiempo en el que creyó ser alguien para el amo, y en especial, esa horrible madrugada en la que despertó sólo para que sus últimos anhelos fueron pisoteados. El corazón del omega terminó de despedazarse, al escuchar al amo discutir con Otabek y Seung, diciéndoles a los otros alfas que nadie volvería a desafiarlo, no si valoraban un poco, sus vidas. Pero Seung había preguntado por Yuuri, quiso saber qué había de él y qué haría el rubio, ahora que su carnada estaba inconsciente en la habitación de al lado.

Lo que quedaba de Yuuri, escuchó la frialdad con la que el rubio le contestaba al coreano, que no se metiera en sus asuntos, y que lo que pasará con él, no era de interés para nadie que no fuera su amo. El ruso jamás negó haber utilizado al japonés para que Viktor y sus socios cayeran en su trampa, ni les dio explicaciones acerca de lo que le esperaba a Yuuri, ahora que ya había cumplido su objetivo.

Ni una lágrima o sollozo salió de él, simplemente permaneció en  medio del silencio que lo rodeaba, escuchando al amo de la mansión, discutir con más fuerza con los otros alfas que lo acompañan. Otabek y Seung trataban de hablar con el ruso, casi con desesperación le decían a la bestia, que pensara con calma antes de actuar, y que no dejará a su suerte al omega que había pagado el precio por sus provocaciones; más nada sirvió, el monstruo no habló del tema más que de forma amenazadora, para acabar con el mismo.

El poco calor que conservaba Yuuri en su interior, se apagó de forma abrupta, como si lo hubieran arrojado a los fríos parajes de Rusia, para que la débil llama que era su corazón, muriera sin poner resistencia. Lo único que lamentó en ese momento, fue no poder encogerse para abrazar su mancillado cuerpo; no poder permitirse ese acto de amor propio, terminó de romper su alma.

Si Yuuri hubiera podido llorar, lo habría hecho, pero en ese instante, dejó de sentir.

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