El riesgo de vivir (parte 5)

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- Y tú, Héctor, - se interesó Julia - ¿qué haces?
Antes de contestar, el joven se bebió de un trago lo que le quedaba de gintónic, medio vaso, y pidió otro.
- Preparo el doctorado. Sobre derecho internacional.
- ¿Con Greña loca? - preguntó Braulio.
- ¿Quién es Greña loca?
- ¿Cómo? ¿No conoces a Meléndez? - Carmen se puso la mano detrás de la cabeza y moviendo sus dedos imitó la cresta de un gallo.
- Ah, Meléndez. - Héctor se rió por lo bajo - ¿Sabe él que le llamáis así?
Todo el mundo sabe en la facultad que Eustaquio Meléndez Hurtado se peina el poco pelo que le queda intentando ocultar su calvicie consumada. Para ello se ha dejado crecer el único mechón que se resiste tenazmente a la caída, y lo retuerce con fijador sobre la cabeza con un optimismo pertinaz. En los días de viento, si te sitúas detrás de él, puedes observar la coleta revoloteando hacia el cielo como una cometa, de aquí el apelativo de Greña loca.
- No, me la dirige un profesor de la Complutense de Madrid amigo de mi padre. - aclaró Héctor, y las palabras empezaron a salirle de forma embarullada, como si le costara hablar de él - Eh... mi padre es ejecutivo de la Ford.... ahora está en Veracruz. Por eso, desde que murió mi madre, ya no vivo en el Vedat, - le sonrió a Marta, buscando su complicidad - él siempre anda por esos mundos; me felicita por Navidad y eso, y yo vivo en una residencia de estudiantes.
Se hizo un silencio.
- Bueno, pero no es ningún drama de Dickens, no os preocupéis, a mí me gusta. Hago lo que me da la gana.
- ¿Ejecutivo? - Carmen bromeó simulando un desmayo y le guiñó el ojo a Marta.
Trajeron más bebida y, una vez agotados los temas banales, la conversación derivó en grupitos. En un aparte, Héctor le propuso a Marta salir afuera. Al principio ella se negó, arguyendo que tenía frío (la alcahuetería de Carmen la atolondraba), pero él insistió y, sin saber cómo, se encontró en la puerta, cogida del brazo de Héctor.
Caminaron por la explanada del paseo marítimo, y al llegar al final se sentaron en el muro. Se oía el mar invisible al romper las olas, acompasadamente, como una banda sonora que alguien hubiera colocado allí a propósito para invitar a la confidencia. Marta pensó en Marcelo, en cómo le gustaría estar con él, y, de forma inconsciente, se le escapó un suspiro.
- ¿En qué piensas? - le preguntó Héctor.
Marta, que no quería ser descortés, que no sabía ser descortés, comentó:
- Oh, en el mar, en nada en concreto, pensaba que es bonito estar aquí.
- Ya.
La joven se sorprendió del tono susceptible de Héctor, un poco mordaz, incrédulo: inoportuno; le pareció como si estuviera decepcionado por algo.
- Y tú, ¿añoras a tu familia? - preguntó; se sentía culpable de no estar junto a él con todos los sentidos y trató de poner en la frase el máximo interés.
- No especialmente.
- ¿No te gusta el derecho?
Como impulsado por un resorte, Héctor se levantó y saltó a la arena.
- ¿Tanto se me nota?
Marta captó el resentimiento en su actitud (era como si le dijera: «quieres que volvamos, ¿no?»), y lo miró fijamente, en silencio, animándolo, dándole a entender que se podía confiar en ella. Poco a poco el muchacho se fue tranquilizando.
- Es una quimera de mi padre, quiere que haga oposiciones al cuerpo diplomático al acabar la carrera... tiene amigos muy influyentes... pero yo tengo otros planes.
Héctor hizo otra pausa antes de continuar, había dicho «otros planes» en un tono seco, y al momento se expresó con una alegría tan repentina que parecía absurda.
- Con mi madre todo era diferente; ella conseguía que fuéramos una familia, no te lo puedes imaginar..., pero después de todo se fue a la mierda. Cuando vivíamos en Londres...
- ¿Has vivido en Londres? - preguntó Marta.
Los ojos del muchacho brillaron:
- Hasta los nueve años. Mi padre trabajó en ma oficina central. - Héctor se embaló - Mi madre y yo teníamos una vida paralela, medio en secreto. Nos perdíamos en el British, en el Royal Albert Hall, en el Covent Garden, en el zoo de Regent's Park, cada día era como una fiesta. Un día me llevó al Museo de cera de Madame Tussaud... ¿Lo conoces? - no esperó respuesta de Marta. - Me cagué de miedo.
- Debiste ser muy feliz. - intervino ella.
La voz de Marta sonó franca, y él la encontró radiante, con los mechones de cabellos lisos que le tapaban media cara.
- Algún día caminaremos juntos por el cementerio de Highgate. Los dos solos.
- ¿Un cementerio, dices?
- Sí, es como una especie de parque. - le dijo, en un tono encendido que podía ser tomado como medio en broma o también como medio en serio. A Marta le extrañó el comentario, pero sonrió: una sonrisa amable, llena de buenas intenciones, que alguien podía malinterpretar como el de una joven que ama.
A la vuelta, él se puso a hacer equilibrios sobre el muro y ella lo siguió; iban un poco entonados, eran como dos criaturas jugando a perseguir al rey. Cuando llegaron al bar, Julia, Braulio y Carmen los esperaban desde hacía rato para marcharse a casa.
Mientras buscaban un taxi para las chicas, Braulio contó todavía unos chistes de ministros japoneses y rusos que se llamaban no sé como, malísimos todos, pero la desinhibición del alcohol los hizo reír a mandíbula batiente. Quedaron en verse otro día, y se despidieron en la puerta del bar, en cuyo cristal había un cartel pegado donde se denunciaba la desaparición de una joven: Isabel Forteza, de veintidós años.

El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora