Hubiera querido morirse, pero eso no sucedió; por suerte, nadie se muere de amor de golpe. Marta se encerró en su habitación y lloró hasta la extenuación. No podía concentrarse en los estudios, las letras acababan por bailarle, y se pasaba las horas echada en la cama, mirando los desconchados del techo. En todo aquello había una especie de melancolía que se complacía en recrearse en el fango. A Marta le hacía falta alguien que la cogiera del hombro y la zarandeara bien zarandeada: <<ya basta, alma cándida, que te estás destruyendo, ¿no te das cuenta que este imbécil no te quiere?>>. Y vaya si lo intentaron las amigas, Carmen y Julia, pero Marta había entrado en una espiral de difícil retorno, en la que la fantasía ocupaba el lugar de la realidad.
Por una parte les decía que sí, que se había acabado, que la dejaran sola, por favor, que enseguida se levantaría a comer o a lo que fuera, pero después se complacía en imaginar, por ejemplo, que Héctor había tenido un motivo poderoso para huir, y que ella era la víctima de una conspiración, e incluso aderezaba este sueño con palacios franceses de motivos rococó y vestidos de época; soñaba despierta; digamos que tomaba morfina para mitigar el dolor, pero no podía o se negaba a extirpar de raíz su mal.
En los instantes de lucidez se percataba de que no sabía nada de Héctor, ni siquiera de su teléfono. Llamó a todas las residencias de estudiantes, pero en ninguna de ellas le supieron dar referencias. Era como si se hubiera evaporado, o como si no hubiera existido nunca.
Pero he aquí un día, justo había pasado una semana y Marta había adelgazado dos kilos, el chico se presentó en casa como si no hubiera pasado nada, con un ramo precioso bajo el brazo: un ramillete de flores silvestres que había cogido de aquí y de allá, dijo: del cauce del río, de un jardín privado, de los macizos de algún monumento; oyéndolo tan exaltado se pensaría que había llevado a cabo alguna gesta especialmente arriesgada, que volvía de buscar el Santo Grial o algo parecido.
A Marta le sorprendió que no hiciera ninguna referencia al episodio del sábado anterior. Mientras él hablaba por los codos de lo que había hecho (estaba como embriagado, tenía la cabeza llena de planes y de lugares que tenían que visitar los dos juntos), ella consideró si convenía sacar el tema; había puntos oscuros que quería aclarar y que, según creía, no admitían más dilación, que no estaba dispuesta a tolerar, vaya. No le habían gustado ni el tono ni lo que Héctor había insinuado de ella, pero por otra parte lo había recuperado y él volvía a estar de buen humor, no sabía qué hacer: tenía la cabeza hecha un lío.
- Héctor, - comenzó precavida - creo que tendríamos que hablar.
- ¿Y qué estamos haciendo, reina? - se quejó el otro mientras le cogía las manos y la miraba con sus ojos azules y lánguidos. De repente sonrío. - ¡Cómo te he echado de menos, Marta! ¿Vas a reñirme? ¿No has pensado en mí ni un poquito? - mientras tanto, iba haciéndole carantoñas como se le hacen a un niño de pañales.
Por un momento, Marta no supo si troncharse de risa o romperle la cara. ¿Cómo se podía ser tan caradura? En lugar de eso (la desesperación comporta estas paradojas) se puso a llorar.
- Eh, eh, Martita ¿por qué lloras? - Héctor la abrazó y ella sintió una ráfaga de su peculiar olor, que había temido perder para siempre - Ya ha pasado todo. Ya ha pasado todo, reina. - y después de una pausa, en un murmullo afligido, añadió: - Soy un burro, Marta, no sé valorar lo que tengo. Tendría que desaparecer ahora mismo.
Marta cerró los ojos. Estaba exhausta, como si acabara de atravesar una tempestad en un balandro ligero. No quería hacer caso de las consecuencias de este temporal ahora que había vuelto a un puerto que suponía seguro; no quiso ver, sin embargo, las velas rotas ni el mástil partido en que se había convertido ella misma. Pensaba que había elegido no hablar, por eso se sentía libre, pero en realidad era Héctor el que había elegido una vez más por ella.
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El infierno de Marta (Pasqual Alapont)
Teen FictionCuando aceptó salir con aquel chico, Marta no sabía que ponía un pie en el infierno, y que a partir de entonces sería tan doloroso penetrar en él como tratar de escapar de allí.