Como si alguien hubiera abierto un grifo en su interior empezó a sollozar, y se maldijo por eso, porque ella había elegido estar serena, porque pensaba que Héctor ya no le importaba. Había imaginado que no sería tan doloroso, que se trataba de un mero trámite, poner punto y final a una relación que ya no existía sino para hacerle daño.
Marta trataba de pasar hoja, pero no le estaba resultando fácil. Se puso un camisón, pero no pudo pegar ojo, no paraba de dar vueltas en la cama, de darle vueltas a su vida. Tenía que tomar una resolución, la había tomado, de hecho, solamente necesitaba el coraje de llevarla adelante. En la columna del haber todavía pesaba como una losa el amor que había invertido en Héctor.
Se levantó y cogió una caja de cartón grande para empaquetar las pertenencias del muchacho, como se haría con la ropa de un apestado, para alejarla de su vida, para no verlas más. Fue entonces, al coger los libros, cuando la caja de disquetes se cayó y se abrió. No había ningún disquete en el interior. Marta vació el contenido encima de la mesa y se quedó con la boca abierta; por lo menos había diez documentos de identidad, todos con la foto de Héctor, con nombres diferentes. Los estuvo examinando de uno en uno, pero los nombres no le decían nada.
Había también algunas instantáneas, tres de una mujer joven, de veintipocos años, más o menos: en una estaba muy sonriente y se tapaba la cara con las manos, fingiendo que no quería salir en la foto; en la segunda se veía un pinar y la chica corría con los brazos desplegados, como si estuviera haciendo el avión; en la tercera (un poco torcida, se notaba a las claras que se había hecho con un disparador automático) estaba sentada sobre las piernas de Héctor y vestía pantalones vaqueros y un jersey blanco adornado con una cenefa de cangrejos verdes. Marta se fijó en su expresión; le gustó su sonrisa franca. Cuanto más la miraba, más familiar le resultaba, como si la conociera de toda la vida.
En la última foto pudo identificar a un Héctor adolescente de unos catorce años; estaba entre un hombre y una mujer, delante de un tractor, en un paisaje de olivos. El hombre, por el parecido y por la forma en que lo cogía, podía ser su padre. En todo caso no tenía el aspecto de un director general de la FORD, con aquel sombrero de paja; ni la mujer, vestida con una ropa humilde, se parecía a aquella dama que él le había hecho creer. Se fijó en su cara; tenía la expresión huraña del hijo, y los mismos ojos claros y apáticos.
De esta forma se le derrumbaba otro de los cimientos de Héctor, pero tampoco le resultaba en estos momentos extraño. Aquí tenía otra pieza de un rompecabezas diferente, pero al menos éste sí parecía real. Le vinieron a la memoria algunas escenas que no casaban con este nuevo jeroglífico, como si hubieran estado chirriando siempre en su cerebro y afloraran a la primera de cambio. Recordó aquel encuentro con el turista en el puerto y la estrambótica conversación de Héctor, repleta de tópicos de un inglés primario, y la reacción desmesurada cuando Vicente Jordá le había preguntado dónde había vivido en Londres. La razón le dictó que tal vez no sabía inglés, que quizá no había vivido nunca en Londres.
Marta sintió de repente un vacío casi físico, como si le hubieran arrancado las tripas; resultaba muy extraño haber convivido con alguien del que no se sabía nada y que, no obstante, era el padre de su hijo. No era absurdo, por tanto, que buscara un porqué en aquellas fotos, que examinara cada detalle de las mismas, tratando de descubrir algo que le revelera los contornos del fantasma que había compartido más de medio año su vida y que justificara de alguna forma su amor. Fue así como descubrió el anillo de plata en la mano de aquella chica; era suyo, obviamente, se ajustaba en su dedo anular.
Inmediatamente le vinieron a la cabeza otras piezas que chirriaban, la historia absurda de las tres generaciones unidas que le había endosado Héctor, y recordó también las iniciales del anillo: I. F.; y la fecha: 3 de junio del 74, que ya no debían significar la fecha de su nacimiento ni el nombre de la abuela Isadora. Todo se borraba, como una maldita foto sin fijador.
Marta tuvo la sensación de no entender ni un ápice. ¿Qué clase de individuo era Héctor? ¿Por qué la había engañado? ¿Qué pretendía? Había vivido a su costa durante muchos meses, la había explotado, pero eso le resultaba insuficiente para explicar las humillaciones a que la había sometido. ¿Qué había sacado él, en definitiva? Marta no podría encontrar nunca la respuesta a eso porque su cabeza era incapaz de concebir tanta maldad, porque nadie puede imaginar lo que desconoce.
En cambio, empezaba a entender que existen cosas que escapan a nuestro control, que suceden porque sí, a pesar nuestro, como los cambios de tiempo, y que uno ha de estar preparado para interpretar los signos de estos cambios si no quiere verse sorprendido en medio de una tempestad.
Marta le dio mil vueltas a todo eso, hasta que se fue quedando dormida. Entonces soñó con la casa del Vedat, con la parte de atrás, el estanque que su padre había transformado en un arenal cuando era pequeña, para que pudiera jugar en él, y se contempló a sí misma corriendo entre los árboles. Imperceptiblemente, aquello dejó de ser su casa y se convirtió en un espacio abierto, lleno de pinos. Y luego soñó con alguien que se cogía de un árbol, vislumbró su silueta y pensó que era ella misma, hasta que aquella forma se dio la vuelta y se dio cuenta de que llevaba un jersey blanco y una cenefa de cangrejos verdes, que aquella cara no tenía rasgos. Y al final soñó con la risa de Héctor y oyó sus palabras que le decían que tenía el cuerpo deforme, que no valía nada.
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El infierno de Marta (Pasqual Alapont)
Ficção AdolescenteCuando aceptó salir con aquel chico, Marta no sabía que ponía un pie en el infierno, y que a partir de entonces sería tan doloroso penetrar en él como tratar de escapar de allí.