Turnos de letrina (parte 6)

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Sin decir nada todo había sido expuesto, por fin, con una crudeza que el pudor de hablar sobre ello acentuaba. Marta lo había dejado caer en un tono apasionado, o así lo interpretaron las otras, pero quizá era la última defensa que le quedaba, injustificada, rabiosa, la de quien ha vivido tanto tiempo entre tinieblas y le cuesta aceptar la verdad. Su cerebro solamente tenía que hacer la sencilla operación de sumar las verdades a medias, las mentiras, las vejaciones... para salvarse, pero había invertido tanto amor en Héctor que había acabado por identificarse con él y creerlo a ojos cerrados. Marta estaba tan ciega que era incapaz de sumar.

Por otra parte, quizá hubiera bastado solamente un paso, un simple abrazo, pero ahora había demasiada distancia entre ellas, y el orgullo, el estúpido orgullo, no les permitía avanzar en la dirección adecuada. Julia estaba dolida y Marta interpretó su titubeo como una declaración de culpa. Cuanto más vehementemente negaba la otra y más acusaba a Héctor, más fehaciente le parecía la traición. Encima, todo se había dicho con palabras a medias, de manera que la imaginación campó malévolamente entre ellas hasta que Marta escupió un exabrupto y Julia le cruzó la cara.

El silencio que siguió era definitivo, las tres lo sabían, como si les hubiera caído encima una bomba atómica.

- Es mejor que cada una continúe por su camino, - concluyó Marta - ha llegado el momento de superar esta etapa.

Las chicas acabaron de hacer la mudanza el 23 de mayo. Carmen y Julia habían querido dejar el piso en un gesto que no tenía nada de noble. En realidad habían sido tan infelices allí los últimos meses que no quisieron batallar para conservarlo. La disolución de aquella amistad se hizo efectiva en el umbral de la puerta, subrayada por una ausencia, la de Marta, que se encerró en la habitación y no quiso salir.

- Bien, os tenéis que marchar o perderéis el ascensor. ¿Lo tenéis todo?  - les preguntó Héctor.

Carmen y Julia estaban retardando la hora de marcharse, como si esperaran que su amiga apareciera en el último momento con su cara alegre de hacía poco más de medio año y las despertara de aquella pesadilla. Se hacían cruces de cómo había cambiado todo desde entonces, pero Héctor las sacó de su ensimismamiento.

- ¿No nos daremos un beso de amigos, un beso de despedida, quiero decir, sin rencores?

Las chicas pusieron las mejillas en un gesto ritual y frío.

- Es inútil pedirte que cuides de Marta porque no lo harás, ¿verdad? - dijo Julia.

- Tienes unos sentimientos muy nobles, te lo digo de corazón, pero no te has de preocupar por nada..., Marta y yo somos como el fuego y la brasa. - Héctor adoptó aquella sonrisa cínica que tan bien le cuadraba - Eso me ha hecho acordarme de una cosa; si me perdonáis, creo que tengo algo al fuego, o lo tengo que poner. Mira por dónde, ¡qué memoria!

Lentamente dio media vuelta y cerró la puerta.

Marta comenzó a trabajar al día siguiente en un bar-discoteca de Russafa, un local con la música altísima en el que la gente hablaba a gritos. Entraba a media tarde y, entre una cosa y otra, se le hacían las tantas. Alguna vez vio clarear cuando llegaba a casa.

Héctor la esperaba siempre despierto, decía que no podía dormirse sin saber que ella había vuelto. Por eso había acomodado su horario y trabajaba en la tesis hasta muy tarde. Marta, que no había olvidado las palabras de Julia, se alegraba de ver las montañas de libros y de folios que, de un tiempo a esta parte, habían parecido sobre la mesa de trabajo.

Solían hacer la última comida justo antes de irse a la cama, algún plato precocinado o un filete con patatas, cualquier cosa rápida. Pero a Marta le costaba coger el sueño (durante mucho rato tenía el zum-zum de la música metido en los oídos y notaba el pecho cargado de humo y el estómago pesado). Muchas veces se levantaba y se ponía a arreglar la casa.

El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora