Seré como la anémona por ti (parte 3)

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Anochecía. Fuera hacía una temperatura tan agradable que Marta se había dejado el cabello mojado. Se sentó en la escalinata y observó en silencio a su padre mientras éste trabajaba con las tijeras, sus manos todavía fuertes, con los dedos alargados y finos.
De pronto, Marta se sorprendió al escuchar su propia voz; no había planificado preguntar nada:
- ¿Tú recuerdas dónde estaba el chalet del ejecutivo de Ford?
Esteban interrumpió lo que estaba haciendo y la miró sorprendido.
- Vivían aquí hace años, - continuó Marta - no sé el apellido; un capitoste o algo así... tenía un hijo: Héctor, lo he conocido hace poco.
Esteban dejó la herramienta; no estaba seguro:
- ¿Ejecutivo? Creo que aquí viven muchos trabajadores de Ford. No sé qué puesto ocupan... no me viene a la memoria ningún ejecutivo.
- Frecuentaban Santa Apolonia.
- Es posible. - dudó Esteban, que hasta ahora no había frecuentado demasiado el club - ¿Por qué lo dices? ¿Tienes que contarnos algo?
A Marta le chocó el tono malicioso de su padre; recordó con pesar que no hacía mucho se subía por las paredes si oía la voz de Marcelo en el teléfono.
- Es sólo un compañero de carrera. - cortó seca.
El sábado, Marta dedicó mucho tiempo a pasear con Kepi, necesitaba sentir el cuerpo cansado, olvidarse de todo, y de ninguna de las maneras quería escuchar sermones de nadie.
El perro, que había conocido cuando era un cachorro, hizo enseguida migas con ella; se alegraba de que alguien lo llevara más allá de la explanada del antiguo mercado, y recorrieron juntos el espacio de su infancia, los chalets de los amigos, en los que había entrado y salido libremente tantas veces. Pero Marta percibió que sin cambiar nada, todo había cambiado; las selvas de antes se veían tal como eran en realidad, pequeñas manchas de jardines domésticos, y los viejos amigos y amigas vivían fuera como ella, o bien ya no tenían nada en común y tan sólo intercambiaban saludos cordiales o conversaciones intrascendentes sobre el tiempo.
En su expedición, Marta atravesó incluso algunos campos de secano y unos cuantos terrenos yermos que quedaban en la sierra y se acercó a la antigua escuela, que se había preocupado, pero ahora, de repente, se sintió mal; era como si alguien conspirara para arrebatarle su infancia a mordiscos, eso debía de significar crecer, pensó: morir cada día un poco.
Sin estos referentes, sin Marcelo (que se había marchado porque se ahogaba... esta idea no la abandonaba, la obsesionaba), Marta se sentía como caminando sobre brasas, y tuvo suficiente. El domingo, después de comer (se había preocupado de repetir arroz y de que su madre se diera cuenta), se volvió al piso de Valencia, con el pretexto de que todavía tenía que preparar las clases.

El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora