Aquel fin de semana, Marta lo pasó con sus padres; estaban a principios de curso y el ritmo de estudio todavía no exigía la fase de enclaustramiento; estaba un poco harta también de las alusiones de Carmen, y de que le presentara chicos a diestro y siniestro para que se enrrollara; además, aunque solamente llevaba cuatro semanas lejos de casa y el contacto telefónico con sus padres era diario, sentía nostalgia de estar en el Vedat, en su jardín, de estar rodeada de las personas con las que se había sentido segura y de los rincones que le recordaban quién era.
Pero todo eso había pasado, era una etapa definitivamente perdida. Se dio cuenta en esta visita de que algo había cambiado durante el mes que había estado fuera; constató con melancolía que, por mucho que quisiera, no volvería a ser una niña, que no podía contar siempre con los brazos seguros de su padre para resolverle los problemas., y que de ahora en adelante estaría sola y se las tendría que arreglar sola; en cierta forma lo deseaba, y en cierta forma tenía miedo.
El hecho de ser hija única tiene sus ventajas pero también sus inconvenientes. Para bien o para mal, Marta era la reina de la casa, y María y Esteban apenas le dejaban un momento de respiro. Con su actitud tan solícita, más que ayudarle a olvidar, le recordaban en todo momento que era una enferma, una convaleciente de amor. Hubiera preferido hablar con ellos abiertamente de sus sentimientos, como cuando de pequeña reñía con alguna amiga y sus padres se encargaban de aclararlo todo, pero el pudor tejía ahora entre ellos una barrera infranqueable. O al menos hubiera preferido que la dejaran en paz, que le permitieran vivir el dolor de su pérdida como una adulta.
La madre, sobre todo, para dar a su terapia un motivo concreto al que enfrentarse, se empeñó en decir que parecía un saco de huesos, sin querer darse cuenta de que la hija había sido siempre de complexión más bien delgada. En un aparte, mientras ella se duchaba, le preguntó incluso si había perdido la menstruación, porque no llevaba compresas en el bolso de viaje.
- Es uno de los primeros síntomas de la anorexia, - le confesó, asustada - lo he leído en una revista.
- No, no estoy anoréxica, me encuentro perfectamente.
La madre bajó la voz y se prestó a la confidencia.
- ¿No estarás embarazada?
Marta, con una paciencia que tenía mucho de ironía, le explicó que había tenido la regla la semana anterior, que la cosa esa solo viene una vez al mes, pero quiso pasar por alto el hecho de que le hubiera registrado el bolso; no quería enfadarse con ella, no había tiempo para reconciliaciones; en cierta forma tuvo la sensación de que se estaba haciendo mayor.
Marta evitó quedarse a solas con su madre, para que no le recordara continuamente lo delgada que estaba, y salió al jardín, donde su padre podaba un rosal emparrado en la pared del porche. Cada vez le gustaba más trabajar en el jardín, la fábrica funcionaba perfectamente sola en manos del gerente, y tarde o temprano tendría que venderla si la hija llegaba a ser abogada; así que no tenía sentido depositar en ella más ilusiones; estaba cansado. O quería cambiar de vida, ni siquiera él lo sabía aún.
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El infierno de Marta (Pasqual Alapont)
Teen FictionCuando aceptó salir con aquel chico, Marta no sabía que ponía un pie en el infierno, y que a partir de entonces sería tan doloroso penetrar en él como tratar de escapar de allí.