Ya no soy tu perrito faldero (parte 4)

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Al volver a casa (había estado deambulando un par de horas sin rumbo) hizo una cafetera y se sirvió un café bien cargado. Había tomado una decisión y quería estar serena cuando él se despertara, no quería dejarse enredar más, estaba dispuesta a acabar de una vez para siempre.

Durante esos minutos de soledad revivió momentos y, por decirlo de alguna forma, trató de ordenarlos en su cerebro como si fueran un rompecabezas, desde una perspectiva nueva. Pero había demasiadas piezas que no encajaban. Después de rumiárselo mucho llegó a la conclusión que quizá estaba intentando montar más de dos puzzles al mismo tiempo. ¿Quién diablos era Héctor? El ser mezquino que se esconde detrás de una máscara o la imagen que ella se había hecho de él. Su verdadera apariencia se le había escapado hasta ahora como agua entre las manos, pero empezaba a quitarse la venda de los ojos y a verlo claro.

A las diez oyó a Héctor paseando por el dormitorio y por el cuarto de baño. Fuera se había puesto el sol, pero Marta no había encendido ninguna luz y permanecía a oscuras, sentada en la alfombra, detrás de una butaca de mimbre, en un rincón del comedor. Héctor encendió una lámpara de pie y dejó una bandeja con un bocadillo y un bote de cerveza encima de la mesita. Después se dejó caer en el sofá y empezó un repaso por todos los canales de televisión, repetidamente, insaciablemente, sin detenerse en ninguno, Marta tuvo la sensación de que había compartido cama con un desconocido, cuya visá estaba hecha de retales.

Al cabo de unos minutos, Héctor estrujó el bote y se fue a la cocina a buscar otro. Marta aprovechó para levantarse y lo esperó de pie, sintiendo en la garganta el trip-trap del corazón.

Al volver, Héctor la vio, pero no aparentó ninguna sorpresa.

- Marta, ¿qué haces aquí?, no te he oído llegar. ¿Te han dado fiesta?

- Hoy hemos acabado antes. - contestó ella con un tono agrio - Y a ti ¿qué tal te ha ido?

- Oh, bien, he estado trabajando hasta ahora, desde las siete y media más o menos. Justo me había tomado un descanso ahora, me duele un poco la cabeza. - le alargó la cerveza - ¿Quieres un trago, Martita?

- Si no me obligas preferiría no beber.

Héctor se echó a reír.

- Estás enfadada por lo de la comida, ¿verdad? Hostia, Marta, parece mentira que no me conozcas, ya deberías estar acostumbrada. ¿No sabes aceptar una broma? ¿Tú has oído la voz que pones? ¿Vas a montarme un numerito, reina?

Marta no contestó a ninguna de las preguntas.

- ¿Cómo va la tesis, Héctor?

- Bien. Creo que me conviene distanciarme un poco, eso es todo, pero me parece que ya le estoy cogiendo el hilo. No es fácil, no te creas, es un problema de concentración.

- Los árboles no te dejan ver el bosque, ¿no?

- Algo así, sí, quizá tendría que parar un poco. ¿Qué te parece?

- A lo mejor deberías irte unos días a Madrid y hablar con tu director.

Héctor la miró duramente.

- Sí, es posible que lo haga.

- Podrías ir en moto.

El joven sonrió, como dando a entender que ahora sabía que la otra sabía, y que le importaba un rábano lo que ella pudiera pensar.

- Sí, sí, podría ir en moto, pero lo dudo, ¿sabes?

Se repantigó en el sofá y cambió de canal hasta que encontró uno de su gusto, un programa de cotilleos de fútbol.

- Tenemos que hablar. - insistió Marta.

- Ahora me duele la cabeza, después. O mañana, mejor mañana.

La chica hizo ademán de apagar el televisor.

- Eh, ¿pero qué haces? - la cortó Héctor con ansiedad, como si un suceso extraordinario hubiera llamado su atención.

Marta miró la pantalla y solamente vio a unos jugadores de fútbol disputando un córner.

- Tenemos que dejarlo, tú no me quieres, y yo no puedo aguantar más. - sollozó - Me voy.

Héctor se levantó bruscamente y apagó el aparato.

- ¿Qué pasa, es que no puedes esperarte ni un segundo?, ¿siempre me has de estar jodiendo con la historia esa? - a continuación se quedó parado - ¿Qué dices de marcharte? ¿Me estás amenazando, tía?

Marta buscó protección detrás de la mesa.

- No te amenazo, Héctor, simplemente no puedo más.

- ¿Otra vez? ¿Crees que voy a pegarte? ¿Sabes lo que pienso? - se abalanzó sobre ella y se paró a pocos centímetros de su cara.

Marta sintió el olor de su aliento, el tufo de alcohol regurgitado, como de leche agria, y pensó que era extraño pensar eso en aquel momento.

- Estás como una cabra. Necesitas que te vea alguien. - continuó Héctor tocándole la frente con el dedo.

Marta se concentró ahora en sus ojos, solamente en las pupilas, eran muy azules, de un azul mortecino. A lo mejor sí estaba loca, al fin y al cabo, pensó. Como un rumor lejano Le llegaron las últimas palabras de Héctor:

- Soy yo el que se va. No hay quien te aguante, imbécil.

Y después oyó la puerta que se cerraba, y un gran silencio, y un gran alivio.

El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora