Turnos de letrina (parte 2)

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La convivencia, pasado el primer momento de estupor, era lo que se podía esperar de un cuartel militar. La metáfora castrense es especialmente adecuada porque al mismo tiempo había, por así decirlo, mucho silencio y ruido de sables, conspiraciones secretas entre los dos bandos.

La nevera, por ejemplo, constituyó desde el principio un punto de disensión formidable. Carmen y Julia pagaban dos partes de los gastos generales, y Héctor y Marta una y media porque compartían habitación;  éste había sido el trato, pero pronto se hizo evidente que el chico comía por cinco y que tenía gustos más bien caros a los que no pensaba renunciar, así que después de una discusión ridícula que llegó al paroxismo por un trozo de camembert y una botella de bourbon, optaron por sacar la comida de los gastos colectivos y dividir por mitad el frigorífico, con una cinta aislante roja que lo atravesaba de arriba a abajo. Era inevitable toparse con ella por la mañana durante el desayuno como señal de una relación corrompida.

Otro de los puntos conflictivos era el cuarto de baño. Héctor era implacable  si alguien dejaba un frasco abierto o unos pelos en el lavabo, pero podía pasarse dos horas en el váter leyendo una revista a primera hora de la mañana. ¡Ya podían tocar a la puerta, que no oía nada! Más de una vez las chicas tuvieron que lavarse deprisa y corriendo en la cocina para no llegar tarde a clase. A eso Carmen (todavía le quedaban unas pocas ganas de broma) le llamaba "toilette de campaña".

Gradualmente, Héctor dejó de limpiar y de cumplir los mínimos acuerdos que él mismo había establecido, siempre tenía alguna excusa para que se encargara Marta, y ésta lo tapaba porque no quería enfrentamientos con las demás. En cambio, se mostraba obsesivo con las tareas que las chicas tenían que hacer, y les señalaba siempre alguna imperfección, hasta que llegaba a sacarlas de quicio.

En una ocasión en que Carmen estaba viendo una película en la tele y comiendo pipas para no morderse las uñas, Héctor se sentó a su lado, y estuvo riñéndole cada vez que se le caía una cáscara fuera del plato, y le decía que cada día estaba más gorda, que se estaba poniendo como una vaca, hasta que la joven, harta de aquella tortura, le tiró el bol de cáscaras a la cabeza.

Sobre la televisión, por ejemplo, estableció un dominio absoluto y cambiaba de canal sin consultar, aunque acabara de llegar a casa y alguien estuviera viendo algo; después, al cabo de unos minutos, se levantaba, decía que no hacían nada interesante y la apagaba. Llegó incluso a esconder el mando a distancia durante una temporada.

Así pues, los choques eran constantes, casi por cualquier cosa. Podía estar cualquiera en medio de una conversación telefónica con su madre, con un amigo, encargando una bombona de gas o lo que fuera y él cortaba la comunicación con el pretexto de que había que hacer una llamada urgente, que solía ser una tontería, como por ejemplo saber la hora de un partido de fútbol. Daba la sensación de que solamente quería hacer la pileta, y a este objetivo se consagraba en cuerpo y alma desde la mañana hasta la noche.

En general, Héctor siempre estaba de mal humor, o se ponía de mal humor de repente, mejor dicho, y no se sabía nunca por qué razón, ni siquiera si la había. Marta iba detrás de él como una esclava sin voluntad, tratando de anticiparse a sus deseos, cosa imposible, porque basta que ella dijera A para que él dijera B, y si en este caso ella rectificaba, él volvía a caminar de opinión. Era de locos, o para volver loco a cualquiera.

El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora