Como un balandro a la deriva (parte 4)

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Pero en general tenían que conformarse con quedarse en la ciudad. Héctor no quería ni oír que Marta le pagara la gasolina; ya era suficiente con vivir a mesa puesta en su casa, aducía ante las quejas mimosas de ella, que le aseguraba en todo y por todo que los dos eran como uno solo. Su orgullo, decía, le exigía mantener, aunque fuera mínimamente, un reducto de independencia económica. Su orgullo, por suerte, era menos susceptible a la hora de los periódicos, las entradas de cine y las cervezas de importación, que consumía a decenas.

Mientras tanto, esperaba un sobre de su padre, <<la limosna del ejecurroñoso>>, ironizaba, la cual, según se lamentaba, apenas le llegaría para pagar la residencia y los gastos de los libros necesarios para su tesis.

En la oscuridad de la noche, mientras permanecían apoyados en la cabecera de la cama y él la rodeaba con sus brazos, a Héctor le gustaba hablar de proyectos futuros y ella disfrutaba escuchándolos, por más inverosímiles que fueran, porque los unía en la distancia. Uno de los más recurrentes los transportaba mentalmente a una casita al lado del mar, cuyos contornos y mobiliario él rediseñaba continuamente. Una vez imaginó en ella un perro, y otra, incluso un niño de pañales que a ella le hizo estremecer.

De repente, a Héctor le entró un ansia de conseguir dinero que a ella le hacía mucha gracia, era como si de pronto sintiera la necesidad de alimentar una familia, de ofrecerle pruebas materiales de su amor.

- Pero si soy muy feliz, querido. - protestaba inútilmente Marta.

- Mañana buscaré trabajo, estoy harto de vivir a tu costa. - argumentaba él, con tal determinación que parecía que pretendía escalar el Kilimanjaro en pijama.

- Mañana es nochevieja, está todo cerrado, tonto. - se burlaba Marta.

Y los dos se morían de risa.

Fue en una de estas conversaciones íntimas (la habitación estaba iluminada tenuamente por los reflejos que provenían de una farola de la calle), cuando ella se atrevió a confiarle una idea que había tenido; le había estando dando vueltas desde hacía unos días, pero hasta entonces no le había confesado nada porque tenía miedo de su reacción.

- Si pudieras vivir aquí... - suspiró, como presumiendo de antemano que eso era utópico - te ahorrarías el dinero de la residencia.

Marta, en la penumbra del dormitorio, no podía adivinar la expresión de Héctor, y esperó con el ay en la boca.

- Así dispondríamos de más dinero para nosotros ¿eh? - oyó al fin que le respondía.

No le pareció, por el tono de la voz, que estuviera molesto, y se arriesgó un poco más.

- Podemos compartir la habitación, es muy grande.

Enseguida Héctor se echó a reír y Marta estiró los músculos, dispuesta a dar un golpe de timón si era conveniente, pero él la abrazó con ternura. Podía respirar tranquila, el viento soplaba de popa todavía.

- ¿Sabes en qué invertiría el dinero, Martita? - en la penumbra él encontró su mejilla y la llenó de besos - Me gustaría hacerte un regalo, un anillo de compromiso. Y después te compraría una casa. O un cepillo de dientes. O una pinza de la ropa. ¡Eres tan buena! - esclamó socarrón.

Marta se puso a horcajadas sobre su pecho y protestó berreando como una criatura.

- Te hablo en serio. - musitó.

- Muy bien, - respondió él interpretando a la perfección la comedia de enamorados - y ¿dónde me instalaría: en el comedor, en la despensa, en el bolsillo de tu cazadora?

- Ya te lo he dicho, mi habitación es grande.

Sobrevino un silencio. Marta sintió las manos de Héctor que subían y se detenían muy cerca de sus pechos, y al instante notó cómo acariciaba su piel con los pulgares.

- Podría estudiar más tranquilo, me concentraría mejor. - calculó él, distraído.

- Y estaríamos siempre juntos. - suspiró Marta.

Inmediatamente, Héctor suspendió el movimiento.

- Tus amigas estarían muy contentas, ¿verdad? - preguntó cínico.

- Yo hablaré con ellas. - musitó, ella apretando con fuerza sus manos.


El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora