Seré como la anémona por ti (parte 5)

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Aquel mismo viernes, unos días más tarde, fueron todos al cine. Braulio había escogido una de miedo, Scream, una historia de psicópatas adolescentes, repleta de trucos del género, de escaso valor dramático pero ideal para segregar adrenalina y para divertirse un rato. Éstas eran las películas que le gustaban a Braulio, con sobresaltos continuos. No paraba de gritar y de botar encima del asiento, y eso que había visto tantas de este estilo que podía prever detrás de qué puerta aparecería el asesino. Pero no por eso dejaba de pasarlo mal, y esta excitación le resultaba placentera, como un niño de tres años en el tren de la bruja. A veces merecía más la pena como espectáculo observarlo a él, tan grande como era, mirando las escenas por las rendijas de los dedos, retorciéndoce en la butaca y hablando a la víctima con voz temblorosa, su voz de bajo: «no abras, idiota, es una trampa, una trampa»; y de pronto la voz se le rompía en un gallo y todo el cine se partía de risa, hasta Carmen, que estaba harta de que le clavara continuamente las uñas.
Al acabar la sesión fueron a cenar unos bocatas en una cadena de comida rápida. Marta se sentó entre Julia y Carmen; tenía un aire circunspecto, y apenas miró directamente a Héctor, de la misma manera que en el cine se había sentado lejos de él, como si quisiera subrayar los límites de su acuerdo («sólo amigos», había dicho él), y a pesar de eso era consciente en todo momento de su presencia, porque no podía dejar de pensar en que el motivo de haberse juntado allí era su conversación de la otra noche, y cuando coincidía con su mirada, la sangre se le subía a las mejillas y le obligaba a bajar la cara.
Los demás, ajenos a sus preocupaciones, estuvieron comentando la película, y Julia se mostró rotunda sobre eso:
- ¡Pero qué mierda nos has traído a ver, Braulio! Era para tontos. No te podías creer nada, todo era falso.
- Yo no me lo tomaría a broma, el mundo está lleno de psicópatas. - le advirtió el aludido con sorna.
- No he dicho que no los haya, - en aquel momento, a Julia se le ocurrió que las manías de Braulio resultaban especialmente dudosas - sólo que no me he creído nada. El asesino...
- Los asesinos. - le corrigió Braulio.
- Los asesinos - le concedió ella - se caen continuamente. Parece una película de los hermanos Marx.
- ¿Y no se trataba de eso? A mí me ha parecido una parodia, - intervino Carmen - me ha hecho reír.
Julia hizo un gesto de desaprobación, como si fuera a vomitar.
- Por favor, ¿no me digas que te ha gustado?
- Por el amor de Dios, es una película, una película absurda, si lo prefieres, ¿no crees que exageras un poco?
- Justamente es eso lo que me revienta, que no refleja nada, es solamente una broma, una americanada de las gordas. ¿Te parece que exagero cuando un día sí y el otro también muere una mujer a manos de su marido, por ejemplo? De eso no habla nadie.
- ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? - protestó Carmen, susceptible.
- Ahora vendrá el rollo de la violencia de género y todo eso, ya verás. - advirtió Braulio.
- Todo eso, sí. Te molesta, estúpido. La mayoría de psicópatas no son tan espectaculares, pero pueden llegar a asustar más. Sólo basta con leer los periódicos.
- Por cierto, - Braulio sacó un trozo de periódico de la cartera y lo desplegó cuidadosamente sobre la mesa, como si fuera el plano de un tesoro - ¿sabéis que han encontrado a la tía de los carteles? Se la han cargado.
El recorte de prensa, bastante deteriorado y descolorido en los pliegues, incluía una fotografía de la escena del crimen. En el centro se adivinaba el cuerpo semidesnudo de una mujer, en el suelo, al pie de un árbol. Un policía lo contemplaba a pocos metros, con la mirada fija en el cadáver, los labios fruncidos, como si no pudiera dejar de mirar, o como si no diera crédito a lo que estaba viendo. En la mano llevaba una bolsa de plástico opaco.
- Eres repugnante, Braulio, ¿cómo puedes guardar eso?
Braulio ignoró el comentario de Marta y leyó la noticia por encima:
- La encontraron anteayer en el Saler..., Isabel Forteza, de veintidós años..., los padres no sabían nada de ella desde hacía un mes..., trabajaba en un bar y vivía sola en Valencia... Brutalmente apaleada, dice, con diez cuchilladas en el cuerpo.
- Mira que llegas a ser morboso. - le increpó Carmen.
- ¿Me dejas que lo vea? - pidió Héctor, que se había mantenido plácidamente al margen durante la discusión.
Cogió el recorte y lo estuvo examinando atentamente, con parsimonia, mientras bebía un sorbo de su cerveza, recostado en la butaca. Durante el tiempo que duró esta inspección suspiró tres veces, y en cada una de ellas, en cada ocasión un poco más, dio la sensación de que le parecía un crimen atroz, que lo que veía le parecía horrible. En su cabeza, sin embargo, le bailaba una duda que, al igual que al policía, le hacía fruncir los labios: exactamente se estaba preguntando qué diantre podía contener la bolsa.
- ¿Quién puede ser capaz de hacer algo así? - dijo él a modo de conclusión y dejando caer el recorte encima de la mesa - Me revuelve las entrañas.



El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora