Seré como la anémona por ti (parte 8)

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Un día, el viernes 19 de noviembre, quedaron con Braulio, Julia y Carmen para ir a la discoteca; hacía casi un mes que salían juntos, si así se puede llamar, y Marta añoraba a sus amigas. Ahora las veía muy poco, solamente en el piso, y siempre a hurtadillas; Héctor la tenía <<como medio secuestrada>>, había protestado Carmen.

Cenaron en una cafetería del Perelló. Braulio estaba especialmente poco inspirado y se pasaron toda la cena riendo, como en los viejos tiempos, por no llorar.

- ¿Sabéis en qué se parecen un ataúd y el culo de mi primo Rafael?

Negación general.

- En que los dos están llenos de gusanos.

Y más de una hora de este color infame.

Al acabar de cenar subieron todos al Clio de Braulio y se acercaron a Puzzle. En la discoteca, las chicas jugaron a desaparecer, iban al lavabo las tres juntas, y no dejaban de reír, pero sólo ellas sabían de qué; desde fuera daba la sensación de que tramaban algo, pero era más bien el simple hecho de estar juntas otra vez lo que las hacía estar eufóricas.

- ¿Se puede saber qué os pasa? - les sermoneó Héctor en una ocasión - Pensaba que habíamos venido juntos.

- Necesitamos sensaciones fuertes. - dijo Julia marcándose una chulería.

- Buscamos hombres de verdad. - susurró Carmen con aire libinidoso.

Y se llevaron a Marta hacia la pista entre protestas y risas de ella, unas risas que querían decir: <<no te preocupes, amor mío, dame dos segundos y me deshago de esta pareja de frívolas>>.

Mientras tanto, los chicos, con dos palmos de narices, se dirigieron a la barra y pidieron una copa. El camarero sirvió las bebidas, un gintónic y un medio de güisqui, y cantó el precio con desgana. En ese momento, Héctor se llevó el vaso a la boca y, casi sin probarlo, escupió el líquido. Todo un gigante como Braulio, que no se esperaba la reacción de su compañero, se quedó estupefacto, blanco como la cal, y ni siquiera parpadeó cuando el líquido amarronado se vertió sobre sus pantalones. Por una parte todo había pasado muy rápido, por otra no acababa de pasar nunca. Héctor mantenía todavía el gesto de apretar el vaso con la mano, pero este ya no estaba, se había convertido en trocitos sobre la barra como consecuencia del golpe; el chico tenía los músculos de la cara tensos y por la palma de su mano corría un hilillo de sangre. Sin embargo, su voz sonó tranquila:

- Escucha, mierda asquerosa: - la apatía del camarero se transformó de repente en una angustia ridícula, los ojos se le salían de las órbitas - si quisiera orín me bebería el mío. - le amenazó - Te he pagado un güisqui, guarda el matarratas para tu madre, ¿me oyes?

En poco menos de media hora, Héctor se bebió tres medios güisquis. No saboreaba el líquido, bebía a tragos, como si tratara de aplacar una sed ancestral, y se dedicó a pasear por la discoteca sin ningún rumbo concreto, para despistar a Braulio, con el deseo íntimo de espiar de lejos a Marta; tenía la certeza de que tarde o temprano la sorprendería en brazos de otro.

Odiaba a sus amigas, ellas se habían confabulado para apartarlo de ella. ¿No le había dicho Julia, al entrar, que cada uno campara por libre? Y ahora eso de las... mierda, ¡cómo había dicho! Le pegó un puñetazo a un altavoz. <<Sensaciones fuertes>>, sí eso había dicho..., y <<hombres de verdad>>.

El ruido de la música era desproporcionado, disonante, y las luces que barrían la pista lo incomodaban sobremanera, todo eran sombras que danzaban, como en una orgía demoníaca. Sentía la cabeza a punto de reventar. Entonces todo empezó a dar vueltas; sospechaba, estaba seguro, mejor dicho, de que las chicas se escondían en algún reservado, que tenían una cita pactada con alguien. En sus delirios llegó ver a Marta dejándose manosear los pechos, se recreaba una y otra vez en esta imagen; la cara de placer, los ojos medio cerrados, ligeramente decantada hacia él, como burlándose, y presentía que Julia y Carmen le hacían corro y que se reían también, que se reían de él. ¡Oh, cómo se alegraba imaginando para ellas un montón de desgracias!

No las encontró hasta bien entrada la noche; las chicas lo encontraron, mejor dicho. Dios sabe cuánto había bebido, pero estaba bastante sereno, la rabia hacía que se aguantara de pie todavía.

Marta le pasó las manos por detrás y empezó a hacerle carantoñas en la cara (recostada sobre su espalda aspiró su olor, que comenzaba a reconocer, a necesitar), pero él se giró bruscamente, como si le hubieran aplicado brasas en las mejillas.

Marta no entendía por qué Héctor tenía los ojos inyectados en sangre, por qué parecía un loco. Ni por qué le había propinado aquella bofetada que había resonado en el interior de su cerebro. Se quedó de pie, incapaz de articular ni media palabra, como si le hubieran arrancado el corazón de raíz.

- ¿Pero a ti qué carajo te pasa, imbécil? - sonó a su lado.

Era Carmen, que lanzaba manotazos a diestro y siniestro contra el pecho de Héctor, pero él la ignoró y cogió a Marta del pelo, retorciéndoselo una y otra vez con un giro de su muñeca, absolutamente desproporcionado, como si pretendiera retener las bridas de un caballo desbocado.

- ¿No querías sensaciones fuertes, putita? - le susurró al oído, con una tranquilidad que contrastaba con la ira que había manifestado momentos antes; era como si el espanto de la cara de ella apaciguara su cólera, pero no hasta el punto de perturbarlo, sino que eso lo excitaba mucho más - Ríete de la montaña rusa, ahora sabes lo que son los hombres de verdad. - dijo arrastrándola de un lado a otro.


El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora