El riesgo de vivir

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Los padres de Marta, Esteban y María, viven en el Vedat de Torrent, en la parte alta, en un chalet de principios del siglo xx que mandó construir un médico de Valencia atraído por el clima moderado de la sierra. El edificio guarda unas proporciones equilibradas, con dos cuerpos principales que se juntan al pie de una escalinata de entrada y del porche, y rodeándolo todo, un terreno con piso de grava de granito salpicado de árboles aquí y allá. Nada de este impropio césped que tanto se estila ahora, solamente unos macizos de flores y arbustos rodeando la cerca.
Últimamente, Esteban y María vivían obsesionados por la seguridad, y sobre todo desde que su hija compartía piso en Valencia con dos compañeras. Marta estudiaba el último curso de Derecho y se había quejado a menudo de que los viajes diarios a la capital le hacían perder tiempo; por eso se había instalado en el piso de Carmen y de Julia, cerca de la Facultad. Los padres no se atrevieron a decirle que no, sobre todo ahora que había roto con el novio, quien, por cierto, nunca les había caído bien. Marcelo, estudiante de Bellas Artes, era en muchos aspectos un chico sensacional, tan ávido de experiencias como lleno de dudas. Hacía poco que le había dicho a Marta que se ahogaba y que se iba a Ámsterdam a trabajar de camarero.
Ella también sintió que se ahogaba, pero prefirió quedarse en Valencia.
La preocupación por Marta había desarrollado un miedo incierto en sus padres, que veían peligros por todas partes. No es que de repente hubiera aumentado el índice de delitos en la zona, sino que ahora, con la hija fuera de casa, eran más conscientes de lo que suponía el riesgo de vivir. Hacía poco que alguien había pegado carteles en la urbanización denunciando la desaparición de una joven, Isabel Forteza, de la edad de Marta más o menos. Uno de esos anuncios estaba pegado en la pared de su cerca, y Esteban y María no podían pasar por allí sin que se les encogiera el corazón.
Tiempo atrás se habían comprado un perro, Kepi, un pastor alemán amaestrado que campaba libre por el chalé y que había sembrado el jardín de excrementos, como un campo de minas. Esteban lo sacaba cada tarde por la pinada y se juntaba con otros paseadores de perros en la explanada del antiguo mercado. La jauría y los dueños armaban un barullo de no te menees. Parecía una partida de caza, y de hecho éste era el efecto que producía en los viandantes, que evitaban pasar por allí al anochecer, más por miedo a estos propietarios acomodados y honestos que por la posibilidad de encontrarse con algún delincuente.
No obstante, con la adquisición de Kepi, Esteban y María se sintieron más seguros, y se hicieron la ilusión de que en cierta forma también protegían a su hija, como si la presencia del perro conjurara un riesgo presentido, pero ni Kepi ni un tanque hubieran podido salvar a Marta de los peligros que la asediaban.

El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora