Un faro en medio de la tempestad (parte 3)

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Durante un buen rato (una claridad tenue comenzaba a filtrarse por la ventana), Héctor y Marta permanecieron inmóviles. La chica había dejado de llorar y encontraba agradable el contacto de la superficie fría del suelo contra el brazo dolorido. Es difícil expresar sus pensamientos porque no tenía ninguno definido. Solamente alguna sensación le venía a la cabeza, y no demasiado nítida; se dejaba llevar simplemente, como la víctima de un campo de concentración que ha llegado al límite de sus fuerzas, solamente con el ímpetu de su decisión anterior.

Después, poco a poco se levantó. Tenía ganas de vomitar, pero no le quedaba nada en el cuerpo, no había comido nada en mucho tiempo, excepto un par de cafés, y le vinieron unas arcadas de bilis.

- ¿Adónde vas? - preguntó Héctor.

Sin quitarse el camisón, Marta se puso una falda y una blusa de entretiempo. Por debajo de la falda le colgaba un jirón, pero no se dio cuenta. Mientras tanto, apoyado en el marco de la puerta, Héctor le iba hablando.

- ¿No crees que estás exagerando?

La joven lo miró fijamente, como si no lo hubiera oído bien. Si hubiera estado de humor se habría reído, si hubiera tenido lágrimas habría llorado, pero ya no le quedaba ni una cosa ni la otra.

- No es para tanto... - se justificó Héctor y, a renglón seguido, con la sonrisa en la boca, añadió: - escucha, ¿no me digas que te has puesto celosa por una chiquillada? Marta... Eh... Venga, Martita.

Siguió una pausa. Mientras tanto, la chica, de forma negligente, había ido colocando ropa en una bolsa. No tenía intención de llevársela toda, solamente unas cuantas piezas; era como un acto reflejo. Héctor se situó detrás de ella y la quiso abrazar, pero Marta se puso rígida, como si le hubieran aplicado una corriente eléctrica.

- No me puedes dejar, eso sería muy cruel, ¿no crees? - le suplicó.

La joven se apartó de él y atravesó la habitación deprisa sin mirarlo. Al llegar a la puerta, Héctor se abalanzó sobre ella y la tiró contra su escritorio con un gran estruendo. A tientas abrió un cajón y sacó una navaja. Después se la puso en el cuello.

- ¡Tú tendrás la culpa si me la clavo, tú tendrás la culpa! - gritó fuera de sí.

Instintivamente, Marta se echó atrás y su mano rozó las fotografías y los carnets de identidad de Héctor. Los vieron casi al unísono, Marta en primer lugar, y después el otro, porque siguió la dirección de sus ojos. Luego, la mirada de los dos coincidió, y Marta supo enseguida por qué aquella chica del jersey blanco le recordaba a alguien; la había visto centenares de veces en las puertas de los bares, en las estaciones de metro, e incluso en la misma puerta de su casa. Era la chica que había desaparecido tiempo atrás, la chica que había aparecido brutalmente apaleada y degollada en el Saler. Y leyó en los ojos azules y fríos de Héctor que ahora él también sabía que lo había descubierto.

- Hostia, no tienes ni idea de cómo te he querido. - fue la respuesta de él.


El infierno de Marta (Pasqual Alapont)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora