Carmen dejó la frase en el aire. La amistad de las tres se sustentaba en estas complicidades un poco ingenuas. Estaban hechas de una pasta muy diferente. En palabras de Carmen, Julia era muy seria, Marta un poco mística, y ella, frívola y cambiante como una veleta; pero a pesar de eso habían encajado bien desde el principio, casi como hermanas. Su espacio íntimo estaba tejido de una sinceridad franca, donde las cosas se podían decir sin tapujos, sin dobles intenciones, y donde el cariño tenía la pasión y la generosidad de la juventud.
A decir verdad, Marta no se sentía ningún cisne. Desde que Marcelo se había marchado a Ámsterdam no hacía más que torturarse, pensaba que había hecho algo que había echado a perder la relación, que ella tenía la culpa de todo; todavía no sabía que existen cosas que escapan a nuestro control, que suceden porque sí, a pesar nuestro, como los cambios en el tiempo, algunos suaves y otros inclementes. Pero a diferencia de Carmen, que lo contaba todo, ella no exteriorizaba nada, se iba volviendo más y más taciturna; por eso Julia y Carmen se la habían llevado a su piso, con la excusa aquella de sacar tiempo para estudiar.
También por esa misma razón, Carmen había aceptado la invitación de Braulio de salir aquella noche, todos juntos en pandilla, para que Marta pudiera distraerse durante unas horas, aunque nada más fuera con los chistes morbosos de aquel pánfilo. Braulio sería lo último que Carmen se llevaría a una isla desierta, acostumbrada a decir, después del manual de derecho romano, que detestaba especialmente. Se habían conocido en el instituto de Sagunto y ahora se habían reencontrado en las aulas de Derecho. Eso le hacía mantener una solidaridad de conciudadana; le daba pena verlo siempre tan solo, decía, sin amigos, y por esta razón compartía mesa con él, y éste, algunas veces, en el bar o en la biblioteca, se les pegaba a rueda. «Parecemos la L y la l, ¿a que sí?», solía ironizar Carmen, de constitución más bien menuda, lo que contrastaba todavía más con la corpulencia de Braulio.
El joven tenía siempre la sonrisa en la boca y predilección por los chistes y por las historias lúgubres. Algún día, mientras almorzaban, las chicas le dejaban que contara alguna, sobre todo para que dejara de dar la tabarra, y más de una vez les había hecho cagarse de miedo. Eso le encantaba. «Es como un niño grande», decía Carmen, «no ha evolucionado cuanto esperábamos de él en Sagunto».
La otra pasión de Braulio era leer las páginas de sucesos del periódico mientras estaban en clase, y consideraba un deber de amistad poner a Carmen al corriente de las noticias del día.
- Mira, una abuela de noventa y tres años se ha caído de un sexto piso y se ha abierto la cabeza.
- ¿Quieres callarte?
- ¿Qué te juegas a que la ha tirado el hijo para cobrar la herencia? Una abuela no se cae porque sí.
- Braulio, por favor, que me haces perder el hilo.
De repente se sorprendía y arqueaba las cejas:
- Ah, no, que era soltera, tú, la madre que... ¿Te imaginas que se la hayan cargado los de la Seguridad Social para no pagarle la pensión?
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El infierno de Marta (Pasqual Alapont)
Ficção AdolescenteCuando aceptó salir con aquel chico, Marta no sabía que ponía un pie en el infierno, y que a partir de entonces sería tan doloroso penetrar en él como tratar de escapar de allí.