Sintiendo ese inusual cosquilleo que nacía en su vientre siempre que él debía marcharse, observó cómo se alejaba abriendo la antigua puerta que dividía su cuarto con el desolado pasillo de convento. Una última sonrisa era necesaria, la intimidad escasearía estos días en que el toque sacro de sus manos sería solo limitado a encuentros clandestinos.
Ahora Amelia estaba sola, en la misma habitación que había ocupado durante dos meses. Observando en detalle su equipaje y anteponiéndose a las divertidas reacciones que tendrían sus compañeras al verla. Alentada por aquellas imágenes colmadas de miel salió del cuarto, encaminándose al único lugar donde el cuerpo de alumnas podría estar completo, el comedor.
Sus pasos se apresuraron al notar la típica religiosa mirada de los murales encima suyo. San Sebastián al igual que San Judas la incriminaban en una sencilla mueca de dolor, recordar todo aquello que dejó atrás y compararlo con el presente solo hacían que una bizarra mueca se adueñe de sus mejillas.
El comedor estaba colmado de niñas de diversas edades, cada una de ellas dotadas por singulares dones que hacían que aquel receptáculo un pequeño Edén. Jóvenes virginales y mujeres ya profanadas reían mientras que el constante eco de los tenedores deslizándose sobre la cerámica de sus platos invadían sus sentidos.
En la última hilera de mesas se encontraban sus ya familiares rostros, Amelia al notarlas de manera apresurada empezó a escabullirse a su encuentro. Ninguna se percató de su presencia hasta que con dulces gestos golpeó con sus manos el trasero que sobresalía de Mónica.
—¿Me extrañaron?
Así empezó el ritual que toda mujer comprende, los besos infestados con insultos y los halagos con doble sentidos eran pronunciados. Abrazos innecesarios y exclamaciones de relatos extensos fueron pedidos. Amelia solo seguía de pie invitando a sus compañeras a imitar su accionar.
—Vamos al cuarto, traje unos cuantos regalos.
—No te hubieras molestado, tonta. Con que la hayas pasado bien eso es suficiente para contentar nuestras miserables vidas.—Mónica reía mientras enredaba los brazos en la cintura de su amiga.
—Siempre tan dramática. Vamos, será cosa de unos minutos.
En fila empezaron a marchar bajo la atenta mirada de las monjas. En el pasillo Mónica abrazaba a Amelia de los hombros mientras que María tomaba su mano libre, detrás de ella una sigilosa pareja de amantes venía, riendo de las ocurrencias que escuchaban.
—Cuenta. ¿Lo viste?— Cuestionó María aún con la mano de Amelia enredada en la suya.
—Si...— El aire de misterio provocativo de esa respuesta solo logró que una lluvia de preguntas descendiera sobre la heredera.
—¿Qué hicieron?
—¿Saliste a algún lado?
—¿Te lo montaste?
—¿El padre Tomás jodió mucho?
Amelia al escuchar aquella última interrogante sonrió notando la ironía de la situación para luego empezar su relato.—Bueno, llegué... Mis padres, como siempre, estaban extasiados de felicidad por verme. El padre...—Un hueco de silencio era necesario para aguantarse la risa.—Él no molestó, todo lo contrario, si no fuera porque me lo cruzaba en el comedor no me hubiera percatado de su presencia. Pero, mi chico... Uffs. Salimos a bailar, la pasamos bien, hasta puedo jurar que tuve el mejor sexo de mi vida hasta ahora.
Al escucharla todas se arremolinaron a su encuentro, dando un aire necesariamente intimo a aquella situación, sus pasos seguían tapando sus susurros nerviosos acompañados por leves risas al borde de la histeria.—¿Dónde? ¿Cómo? ¿La tenía grande?—
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Perdóname, Padre (BORRADOR)
Romance1° libro Amelia Von Brooke es la clase de persona que querrías tener de amiga, pero jamás presentársela a tus padres. Vulgar, mal hablada y hasta promiscua, sus progenitores intentarán modificar su conducta enviándola al internado de señoritas "El b...