5: "Santa Inés"

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La noche estaba igual de tranquila que todas las anteriores de su aburrida vida. Los recursos necesarios para abastecer a la pequeña comunidad de religiosas y alumnas habían llegado, su deber semanal, además de impartir cátedra y brindar horas litúrgicas, era realizar un arduo conteo de cada uno de los víveres que llegaba; Anotar, clasificar, dividir y restar todo lo que en un cálculo mental se tratara a la suposición del consumo diario del convento.

En su viejo cuaderno de tapa amarilla empezó a escribir uno a uno los alimentos ingresados, prestando, en gran parte, atención a aquellos que debían mantener una cadena de frío estable para no perder sus propiedades. Haberse mudado a la pequeña habitación detrás del sagrario había sido una buena decisión. La altura del techo de la nave central brindaba al ambiente siempre un agradable frescor, la soledad que allí habitaba le permitía tomar un poco de tiempo para sí mismo, despejándose. A veces se deleitaba escuchando viejas canciones que pintaban todo a su paso en un nostálgico color sepia, mientras que la bocina de su antiguo gramófono retumbaba con eco en las sacras paredes. Tocar el chelo en compañía del silencio era majestuoso; Los muros fuertemente erguidos hacían que toda la iglesia tuviera una magnifica acústica.

La tormenta seguía mostrándose implacable, en noches como esa la soledad se mostraba como una vieja amiga decidida a pasarle factura. ¿Dudar de su vocación o de su fe? Jamás... Pero el no tener alguien con quien compartir una amena charla podía dañar hasta el alma más noble.

Siguió contando las frutas, aún dos cajones de rojas manzanas lo esperaban en el dosel de la puerta, él único sonido que se podía escuchar era el sutil arañar de su bolígrafo manchando el papel.—23,24,25,26,27...27 peras en cada cajón, 162 total.— Escribió una vez más descartando otro receptáculo de madera que albergaba en su interior la natural carga.

En silencio continuó hasta que un violento trueno hizo retumbar el cristal de la única ventana que tenía, un pequeño sobresalto en su pecho fue llevado a cabo por el fuerte sonido. Sonrió para sí mismo al encontrarse sorprendido por aquel fenómeno natural, llevó la mano a su mentón y rápidamente se sacó el alzacuello blanco que a veces lo sentía como una gran mano plástica que lo ahorcaba constantemente hasta el punto de dejarlo sin aire en varias ocasiones. Lo escuchó...

Un sutil, pero notable gemido lo sacó de su calma. ¿Qué podría ser? Quizás alguna muchacha del pueblo a la que la lluvia la obligó a buscar abrigo en los alerones de la iglesia o quizás un accidente automovilístico se había producido cerca. Ese último pensamiento lo alteró de sobremanera, se levantó con gran velocidad de la silla paralela a su escritorio y salió de cuarto.

Contemplando la iglesia totalmente vacía, por un momento dudó de su salud mental.—El cansancio me está jugando una mala pasada—Pensó.

Pero como si de una reafirmación se tratara el mismo gemido ahora mucho más nítido y potente se volvió a escuchar. Empezó a caminar por la nave central buscando entre las butacas algún herido o cualquier señal de vida, pero allí no había nadie.

Los sonidos comenzaron a aumentar, una fuerte respiración agitada acompañada por sollozos provocaba un zumbido en sus oídos, allí fue cuando pudo localizar de dónde provenía ese eco, venía del final del salón. Llegó a pasos agigantados a donde sus sentidos lo guiaron y allí vio algo que ningún corazón solitario habría podido soportar.

En el piso, con un joven entre sus piernas inundada de lujuria, se encontraba aquella chica que antes había sido catalogada como un problema por las monjas. Esa misma adolescente que sor Silvia ahora mencionaba con orgullo ante su posible conversión. La miró a detalle... Su piel era casi de la misma tonalidad del suave piso de mármol, su boca entreabierta gemía y sus ojos estaban fuertemente cerrados.

Perdóname, Padre (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora