9: "Santa Carolina"

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Maldito, sí que tenía algo grande allí.

Amelia caminaba con algo de prisa por el pasillo, en el momento que cerró aquella puerta con ese hombre albergado detrás de sí, supo que su mente estallaría en un gran conjunto de fantasías que ningún demonio nocturno podría callar. No, claro que no. Ella necesitaba quizás un santo para bañarlo con sus desgraciados placeres.

Mientras sus pies, casi autómatas, la guiaban entre las escasas presentes, sonreía como un ángel a las religiosas mientras que bamboleaba sus coletas por el aire. Aquella sensación fue placentera, pero escasa. Necesitaba más de ese sacerdote, debía descubrir su infierno propio para luego presentarle el suyo.

Cuando por fin el fresco de San Sebastián apareció soberbio ante sus ojos, se relajó de manera instantánea. La paz que añoraba no se encontraba en su cuarto, pero sí aquellos muros albergaban algo que ella clamaba en ese momento, soledad.

Entró en su precaria habitación donde el silencio reinaba, para su satisfacción se encontraba totalmente vacía de otras estudiantes. Miles de ideas tiñeron su mente de negro, como si del cielo nocturno de noviembre se dibujase en su cabeza. Mucho no podía hacer, tocarse no era una opción sensata, en cualquier momento alguna de sus compañeras podría entrar y sorprenderla con las piernas extendidas reteniendo al padre Tomás en su memoria. No creía que aquella imagen les agradase a sus jóvenes amigas.

Bueno, quizás a Natalia no le moleste.— Aquel pensamiento hizo que instintivamente la joven riera en su propio aislamiento.

Una sola cosa a su alcance le brindaría la satisfacción suficiente para silenciar a su propio demonio mental, apresurada buscó debajo del colchón de su propia cama aquel estuche plateado. Agarrado, entre una de las maderas que sostenían su lecho y el casi inexistente colchón, lo encontró.

Con el cuidado propio de una madre que por primera vez sostiene a su recién nacido, lo abrió con calma. En su interior se encontraba un pequeño paquete rústicamente envuelto en plástico barato que albergaba entre sus traslucidas paredes aquel polvo blanco tan codiciado. Sin prisa lo abrió intentando que nada de ese contenido se desperdiciara, sostuvo el estuche con su mano derecha y, con la precisión de un relojero, levantó levemente la piel de sus uñas. Simulando una pequeña pala enterró su dedo en aquella sustancia para luego rápidamente conducirla a su nariz.

Las sensaciones de vértigo empezaron con un súbito temblor, su mirada se elevó invisible a los cielos ante tanto éxtasis sensorial de euforia. Los sabores empezaron con calma a aparecer tiñendo su paladar de agua marina, una vez más su energía volvía desde aquellos músculos que ella antes desconocía por completo. Ese maldito doctor le había dado vitaminas, lo sabía. Sí aquella salada sustancia le permitía seguir siendo delgada entonces se metería a toda la zona marginal de la ciudad en sus fosas nasales.

—¿Qué haces? — Amelia cuando escuchó aquella voz sin locutor sonar retumbante entre las paredes dio un ligero brinco.

Acurrucada contra la única cajonera, se encontraba Carolina abrazando sus piernas y con la cabeza gacha, algo en su mirada era sombrío, tenía una expresión serena en su rostro, pero sus ojos... Allí algo malo ocurría.—¡Casi me matas del susto! — Amelia rio al verse a sí misma espantada por su pequeña compañera, con calma caminó hasta ella y tomó lugar en una de las camas que enfrentaban a la joven. —¿Quieres? —Con sus delgadas manos extendió su estuche de placer personal.

—¿Qué es? —Cuestionó Carolina sin entender, alzando la mirada ella le reveló en un primer plano sus enrojecidos ojos a su compañera.

—Nada interesante—Sabiendo que jamás conduciría a una joven tan inocentemente linda hasta su propio declive, Amelia obvió las explicaciones de su consumo.—¿Qué te sucede?

Perdóname, Padre (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora