Intentando no hacer ningún ruido que percatase a los empleados de aquella casona sobre su invasión, se adentró en el cuarto de Amelia, procurando con todas sus fuerzas evitar que su dulce ángel cambiara de opinión con prisa.
Al adentrarse en tan profano templo, pronto la oscuridad lo avasalló, buscando el interruptor en la pared iluminó aquel lugar sacrílego que veneraba diversas imágenes de jóvenes de dudosa moralidad. Tomó lugar en el margen izquierdo de la cama, esperando que ella apareciera en cualquier momento. Notó algo nostálgico, la cantidad de peluches llenos de polvo que adornaban ese santuario, apoderándose de uno empezó a tocarlo con calma, acariciando su suave tela e intentando recobrar la calma.
Sobre la mesa de luz una única decoración se observaba, el portarretratos de metal reflejaba en su estampa lo que esa noche tendría que vivir. En la imagen que el vidrio custodiada se dejaban observar cuatro jóvenes, entre ellas Amelia y un único varón como eje central de la fotografía. La postal tenía como escenario la soledad de una mesa atestada de botellas, mientras que los adolescentes sonreían para la foto.
No tardó en reconocer al muchacho que acompañaba a ese escuadrón de jóvenes, solo recordarlo traía a su mente una leve furia que intentaba ser calmada por la inclemencia de sus dedos tamborileando sobre el edredón. Facundo, aquel mocoso, reía galante con su cabello rubio reluciendo como el trigo mientras que enrollaba su brazo sobre la cintura de la mujer que ambos amaban. Amelia llevaba el cabello mucho más corto, sus ojos estaban levemente rojizos al igual que sus labios resquebrajados. Esa mujer sin duda alguna no era la misma a quien ahora esperaba impaciente.
La puerta lentamente se abrió y ella entró haciendo alarde de su belleza casi en un hecho inconsciente, el maquillaje que cargaba solo aumentaba su atractivo de manera tóxica mientras que sus labios salvajemente rojos lo invitaban a besarla hasta que el aire fuera una necesidad. Sonriendo, apresurada, entró cargando en sus manos una gigantesca bolsa, la cual no tardó en depositar en la cama.
—Son cosas de papá, él no las usa así que puedes quedártelas.
Amelia, aun manteniendo un ritmo casi hiperactivo, desplegaba sobre la delicada silla tapizada escondida en un rincón, diversas prendas que poco a poco fueron creando un conjunto. Un pantalón color mostaza apareció como eje central de la vestimenta, acompañado por una camisa a cuadros y como broche final un saco azul. Ella, contemplando su obra, sonrió orgullosa.
Tomás estupefacto miraba la ropa intentando no sonrojarse.—Amelia, yo no me pondré eso...
Ella sin prestarle atención, buscó en la cajonera cercana a su cama un espejo de mano y examinó su maquillaje. —Está bien, vuelve a seguir leyendo.
¿Cómo ella pensaba que él podría ponerse eso? El aire juvenil que aquellas prendas despedían solo lograba hacer que su de por sí ya olvidada esencia nocturna sea un bizarro contraste con la edad que poseía. —No, no es correcto que alguien como yo se vista así.
—Tomy...Tomy...Tomy... Si piensas salir conmigo está noche no serás tú el que me acompañe, tómalo como un disfraz, la oportunidad de ser alguien diferente. Además cada minuto que estoy perdiendo aquí me lo recompensaré con horas allá, tu eliges.
Con aquellas palabras retumbando en su cabeza como ecos de una campana sacra, se dio por vencido. Ser una persona diferente era un pensamiento que nunca antes había contemplado, la posibilidad de experimentar algo nunca antes vivido llamó un poco su atención, haciendo que el pecado de la curiosidad apareciera. —Es... Está bien.
Aspirando que su accionar no fuera una muestra clara de cuan tenso se encontraba levantó las prendas y se introdujo, deduciendo, en la única puerta que se encontraba albergada dentro del cuarto de Amelia esperando que ese sea el baño. Para su suerte sus sospechas fueron ciertas, en un gran espacio custodiado por azulejos celestes se encontraba sin duda alguna el monumento a la femineidad más inmenso que había contemplado. Espejos desparramados estratégicamente por las paredes en compañía de millones de frascos y estuches de desconocidas sustancias pronto se presentaron. Sin tomarse el tiempo para examinar cada uno de ellos, empezó a despojarse de su vieja ropa y a colocarla en el cesto que se mostraba erguido contra una de las paredes. Tieso, comenzó a vestirse, sintiéndose ajeno a aquellas telas que ahora galardonaban su cuerpo. Abotonó la camisa hasta su cuello y cerró el cierre de su pantalón como normalmente lo hacía con su ropa de vocación. Observándose al espejo, un poco fascinado, tardó en reconocerse a sí mismo en el reflejo que ahora lo miraba.
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Perdóname, Padre (BORRADOR)
Romance1° libro Amelia Von Brooke es la clase de persona que querrías tener de amiga, pero jamás presentársela a tus padres. Vulgar, mal hablada y hasta promiscua, sus progenitores intentarán modificar su conducta enviándola al internado de señoritas "El b...