37: "San Facundo"

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Tranquilo, Tomás, Todo estará bien...

La había dejado recluida en aquel cuarto de baño, ocultando su amor y el anhelo más grande de su vida silenciado entre los tímidos azulejos de esa habitación. Con pasos calmos y la mirada perdida ante las diversas teorías que podía formular empezó a caminar hasta el único lugar donde realmente se sentía a gusto.

¿Qué pasará? ¿Quién lo sabrá? ¿Qué hará con mis cosas?

¿Por qué? Esa sencilla duda llenaba sus pulmones y abrasaba su carne con el dolor moral de una mentira. Él nunca había hecho mal alguno contra a alguien o había obrado de mala fe. ¿Por qué querían quitársela? Ella era su único consuelo entre la amargura cotidiana de una vida confinada al silencio. No quería volver a vivir como un anónimo ser con el corazón sepultado... Quería amarla, ahora, y por el resto de su vida.

—¡Padre Tomás!

Aquella voz lo había llamado, no podía desquitarse con cualquier pobre criatura que se cruzara en su camino. Serenó su mente y no sin antes suspirar al olvido, se dispuso a responder.

—Hola, Mónica. ¿Qué necesitas?— Aquella joven lo miraba de manera espeluznante, analizando cada uno de los movimientos de su rostro.

—Yo...Yo quería saber si por casualidad no ha visto a Amelia.

Verla, contemplarla, desearla, amarla y protegerla. Si su vida se resumiera en una sola frase sin duda alguna sería esa. Saco de su imaginación los brillantes zafiros de su amante y nubló su miedo con el recuerdo de la ternura volcada encima suyo.—Creo que me dijo que iría al baño, ve a buscarla, Mónica.

—Gra... Gracias, padre, por cierto... Tiene un poco de...

Tomás no entendió lo que aquella joven quería comunicarle.—¿Si?

—Tiene un poco de sangre en el labio...

—Oh...— Apresurado llevó la mano hasta su propia boca, comprendiendo que aquellas palabras que pronunciaba una de sus pupilas estaban en lo cierto. Una pequeña mancha escarlata había quedado grabada en su piel mientras que un suave girón rosa de cera lo acompañaba.—Me ... Me debo haber mordido, gracias por decirlo. Con tu permiso, Mónica, que pases una excelente jornada.

Apresurado, se dio vuelta intentando que aquello que su rostro rezaba no sea observado por nadie. Amelia lo había marcado una vez más, por inercia relamió sus labios solo para limpiar el dulce sendero que ella había dejado. Su esencia estaba intacta, acompañándolo a cualquier lado. Haciendo de su propio infierno personal un dolor compartido.

Caminó por los estrechos pasillos hasta su sacra residencia, la soledad de los muros blanquecinos acompañados por el sobrecogedor silencio de la iglesia solo lograba calmar su de por sí extasiado corazón.

Entró a su cuarto, en él solo el ligero hueco del abandono se podía vislumbrar. ¿Quién podría ser tan cruel para jugar de esa manera con su vida? Con fatiga, cerró los ojos mientras que se dejaba caer en su propia cama, intentando calmar el continuo carrusel de sus pensamientos. Estaba desesperado, no quería que todo aquello sucediera de esa manera. Quería amarla... Pero no quería perder todo lo que había construido por culpa de una simple caja.

Apretaba su frente y sentía como sus venas bombeaban sangre a través de su piel. Las palpitaciones aumentaban y la cordura se perdía... Estaba perdiendo la razón.

¿Qué podría hacer para mantener los pies en la tierra? Necesitaba purgar todos sus demonios rápido si quería simular la calma de un ser religioso. Pensó diversas hipótesis de cómo actuar, hasta que lo vio... Dentro de su estuche él lo esperaba, ansiando la caricia de sus manos y clamando por hablar entre susurros desesperados su verdad. ¿Qué mejor manera de gritar su romance?

Perdóname, Padre (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora