40: "San Valentín"

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—Chicas, no puede ser complicado. Pongan más entusiasmo.

La hermana Juana, apoyada levemente en la mesada de mármol de la cocina, batía con disciplina un menjurje formado por harina y leche. El polvo blanco flotaba en el aire delimitando los rostros de quince alumnas que se debatían entre reír y llorar.

La falta de técnica era obvia, algunas intentaban no volcar sus tazones mientras que otras, tomando toda la clase de cocina como una gran broma, lanzaban a propósito cantidades desmedidas de los ingredientes.

—Yo te lo digo, Moni... Eso no tiene forma de corazón.

—Opino igual, eso no tiene forma de corazón.

—¡Entonces, si tantas ganas de criticar tienen, háganlo ustedes!

Entre risas, Amelia y María llenaban las puntas de sus narices con polvo de hornear mientras que se disponían a moldear la maza de color canela con la forma designada. Los ruidos aumentaban, pero ninguno era un sonido familiar. Ningún crujido de aquellos acharolados zapatos había retumbado en su cabeza hoy, nadie tartamudeaba nervioso.

Amelia nunca comprendería a Tomás Valencia y el extraño universo alterno en el que vive. Por más que lo niegue no puede soportar a veces su abrumadora tranquilidad y súbita necesidad de hacerse invisible privándola del sonido gangoso de su voz.

Añoraba saber sobre su existencia y su bienestar. ¿Estará bien? Quería oírlo sin la necesidad de hablar. Quería ver su transformación súbita, necesitaba verlo acariciar sus cuerdas como hacía mucho tiempo no lo escuchaba. Observar como ese calmado sujeto mutaba en un ser distinto, un ser apasionado poseído por sus partituras y los tiernos quejidos del chelo. Notar cada escala y acorde que brotan de sus manos, a veces con calma y otras veces como zarpazos.

Cambiante... Como un satélite menguante o creciente, no importa. Verlo bajar su mirada abrumado por la adolescente que lo invita a perderse en su locura o contemplarlo altivo, casi al acecho, cuando la oscuridad nubla su vista y una fiera palpita debajo de su piel.

¿Qué prefería? El hombre disciplinado que besaba el suelo por el que caminaba y con sus funestos ataques carmesíes bañaba el piso en una estela roja, ya sea por una búsqueda de placer o el ataque de sus nervios. O quizás esa persona que se movía a través del velo, dejando atrás al viejo Tomás y resurgía de su cuerpo. Que la invita a jugar una vez más en ese oscuro lugar donde ya nada importa, siempre con una sonrisa en los labios, una expresión afilada que roza lo canino.

No había necesidad de elegir, ese hombre podía dormir y surgir en diversas noches. Naciendo en sus pensamientos como un tierno poeta y muriendo en su cama como todo un lobo, arañando su piel y jalando su cabello, mientras que su respiración se tatuaba en su cuello.

Atacando su mente y serenando su corazón, eso amaba de Tomás Valencia, sin duda alguna era su cualidad más grande. Amanecía como un tímido novio aun velando por la virginidad de su amaba y a veces, siempre cuando el demonio lo tentaba, aparecer al anochecer esperando la luna llena, listo para devorar a la misma persona que lo ha infectado con el virus del pecado.

—¿Amelia?

—¿Ah?

—Tonta, pon atención, la hermana Juana nos está mirando y tu solo te quedas con la boca abierta.

—Disculpa, "mamá", ahora hago un jodido corazón, el corazón más jodidamente perfecto de todo este jodido convento.

Amelia se había sonrojado, la pillaron con pensamientos románticos en su mente y con las manos literalmente estáticas en la masa. Solo podía esconder sus sentimientos a través de insultos y tapar sus mejillas rojas con uno de sus cabellos, mientras que mantenía la mirada en la charola metálica. María, al notar la incomodidad de su compañera rio con fuerza, le costaba pensar que aquella joven que le enseñó a vaciar tarjetas de crédito ahora suspire por su corazón agitado y que su alma se transmita por sus ojos.

Perdóname, Padre (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora