2 : "Santa Mónica"

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La música retumbaba con fuerza en sus oídos mientras que las luces de colores bailaban a su alrededor. Rostros anónimos se dibujaban uno contra otro en una danza frenética, el vaso estaba nuevamente en su mano y el cigarro en su boca. Caminaba empujando, manteniendo el compás del ritmo en cada uno de sus pasos, la máquina de humo empezó a funcionar llenando aquella colmada discoteca de una bruma densa que solamente la dejó a ella en mitad de la pista. Su cabello se sacudía y sus pies no la obedecían, estaba nuevamente en su hogar, disfrutando una vez más de aquello que nadie le brindaba, la libertad de la noche. Allí solamente era una niña perdida, rodeada del vacío propio de una generación sin metas.

—Amelia...—Un tímido susurro se coló por su cabeza obligándola a voltearse, la soledad estaba a su espalda, no había nadie detrás de ella.

—¡Amelia!— La voz nuevamente sonó con relativa fuerza, las luces comenzaron a apagarse de manera paulatina mientras que la pobre joven miraba para todos lados intentando encontrar el origen de aquel hablante.

—Despierta, ya es tarde.

Abrió los ojos con pesadez. De aquel sublime lugar donde ella reinaba, pasó a contemplar la descascarada pared del internado. Allí, sobre su cabeza, una cruz incriminante la miraba desde las alturas. A su diestra, con su rostro agradable y ya vistiendo el uniforme correctamente arreglado, se encontraba parada una de las jóvenes que antes tan amistosamente se había presentado. La miró unos momentos intentando que todo aquello fuera solamente parte de una pesadilla y tapó toda su cabeza con la delgada almohada.

—Vamos, tienes que ir a desayunar, las chicas ya se adelantaron.

—Moni... Dime que todo esto es una pesadilla y que pronto despertaré—Amelia se vio obligada a retornar al mundo de los vivos, a regañadientes tomó lugar en el costado de su cama, sentándose mientras que refregaba con fuerza sus cansados ojos.

—Si esto fuera un sueño, créeme, no vendría a despertarte. Seguramente estaría en los brazos de un moreno fuerte con ojos verdes— Mónica rio con sutileza mientras que direccionada al marco de la puerta volvió a hablar. —Anda, te esperamos, no querrás que Sor Silvia te traiga el desayuno a la cama. ¿O si?— Antes de salir una leve carcajada se escapó de sus labios mostrando compartida la frescura que relucía en su pulcro uniforme con su rostro.

—Amén por eso— Murmuró Amelia ya sola aún sentada con la mirada perdida, intentando calmar su inestable cabello.

En el nefasto cajón donde ella guardaba sus pertenencias, estaba aquel horrible uniforme que se vería obligada a usar por tres meses. Se colocó la falda sin apuros para luego empezar a prender uno a uno los botones de aquella gigantesca camisa blanca, ya llegando a los últimos círculos de plástico que debía abrochar, una idea se tatuó en su mente. Agarró ambos extremos de la tela y realizó un ajustado nudo, dejando a su abdomen expuesto. Allí una pequeña joya de plata resplandecía desde su ombligo, aquella perforación adornada por una piedra morada era una de las pocas malas decisiones de su vida de las cuales se sentía satisfecha.

Agarró su bolso de mano y, aún con pereza, caminó en dirección al baño comunitario; Mojó su cabello dejándolo suelto y rebelde, cepilló sus dientes y contorneó sus ojos con ese clásico maquillaje, casi felino, que realizaba de manera instintiva en su rostro. No quedó satisfecha con el trabajo, pero ¿Qué más da? No seduciría a nadie en aquel convento a menos que uno de los inmaculados mártires de los cuadros salieran de su mural.

—Vamos, Amelia... Solamente quedan dos meses y 29 días — Recitó para sí misma al mismo tiempo que observaba su reflejo en el único sucio espejo de aquella pocilga sanitaria para luego marcharse.

Perdóname, Padre (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora