Empezar nuevamente, resucitar entre los cadáveres olvidados de una noche en vela no era tarea sencilla, más si el perfume casi afrodisíaco perfume de una dama era tu única compañía en una aburrida prisión.
Podría jurar que ella estaba presente en cada rincón de su cuarto lista para, con la sutileza del rocío del alba, comenzar a bailar de manera frágil. Acariciando con sus pies desnudos uno a uno los mosaicos del suelo, quemando a su paso todo lugar por donde ella caminase.
Otra vez había quedado dormido, las noches de desvelo acompañadas por el planeamiento estratégico de la fiesta familiar que pronto se llevaría a cabo en el internado no eran exactamente la almohada más cómoda para su dispersa cabeza. Debía levantarse y enfrentar el mundo, soportando en conjunto a sus responsabilidades el cotidiano debate moral que realizaba religiosamente cuando su ética lo atacaba.
Prendió con calma uno a uno los botones de su camisa negra y el alzacuello blanco, podía jurar que ahora estaba más liviano... Más confortante, hasta quizás más cálido. Lavó su rostro y con sus propias manos peinó su cabello infestado por pequeños hilos de plata. Su alcoba estaba solitaria y hasta fría, cuando por fin todas las reglas ceremoniales de su hábito habían sido cumplidas se dispuso a partir. Abrió la pequeña puerta que separaba su dormitorio de la nave central de la iglesia y salió de allí. Todo estaba tal y como recordaba, las paredes de blanca pintura seguían igual de solemnes que siempre al igual que las figuras religiosas incriminantes que entre ellas se observaban. Jesucristo colgaba de la cruz redimiendo todo lo que los seres de carne sufrían, pagando con su sangre la debilidad del prójimo.
Se condujo a uno de los banquillos, ese mismo donde había derramado tanta pasión sumergido en los labios de una joven y sin meditarlo se arrodilló en el piso llevando sus manos contra su pecho y bajando la mirada al suelo. Clamando clemencia empezó a rezar.—Perdona mis debilidades y aprecia mis virtudes. Gracias por todo lo que me has dado y aún me brindas sin importar que tan grave sea mis pecados, gracias por mostrarme el camino y ayudarme a seguir. Gracias por traerla a mi vida e iluminar mis pasos con su sonrisa. Gracias por otro día más de vida...
Las oraciones habían concluido y era momento de comenzar la rutina diaria del convento, cuando se puso de pie empezó a conducirse a sí mismo, aún sumergido por la catarata de emociones que lo ahogaban, a la puerta de salida, pero una cosa llamó su atención. Al lado del dosel del gran portal barroco, sobre una pequeña silla, se encontraba una manzana.
La miró con ternura sonriendo al comprender quien había sido la dueña de tan dulce gesto. Ella seguramente se había escapado a la cocina y, al no encontrarlo, decidió traerle un pequeño desayuno para que no languideciera por letargo. Nunca a nadie le había interesado su bienestar... Su madre lo había obligado toda su vida a rendirle tributo monetario para poder alimentar a sus hermanos a pesar de que su cuerpo adolescente no aguantase. Su padre, el cual tenía un rostro anónimo, jamás se dio a conocer. El recuerdo de acompañar a sus hermanos al colegio mientras que cortaba de uno de los arbustos cercanos bayas para endulzar el camino era sin duda su fuente de felicidad más férrea. Claro, hasta que llegó ella y le regaló un poco de su azúcar.
"No te vi hoy, espero que estés bien"
Debajo de la manzana, una pequeña tira de papel arrancado sobresalía. Esa caligrafía era de trazos fuertes y letra amplia, denotando seguridad en cada una de sus curvaturas, era intensa. No tenía punto de comparación con sus estilizados y cuadrados grafemas esculpidos a base de la práctica. Ella era así... Notoria y amplia, capaz de ser leída a kilómetros de distancia.
Qué bien se sentía querer y ser querido. Ahora sí la vida le brindaba una esperanza diferente para aprender a ser feliz, su ángel se había convertido, en escasos días, en una cura necesaria para sus males existenciales.
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Perdóname, Padre (BORRADOR)
Roman d'amour1° libro Amelia Von Brooke es la clase de persona que querrías tener de amiga, pero jamás presentársela a tus padres. Vulgar, mal hablada y hasta promiscua, sus progenitores intentarán modificar su conducta enviándola al internado de señoritas "El b...