La vida tiene mucho más caminos que la muerte

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 Celeste, caminaba despacio, no parecía tener un destino previo, pero no era verdad.

Parecía caminar a ciegas, pero iba muy segura, sus ojos estaban húmedos y tenían un brillo gris y triste, su mirada permanecía inquieta y parecía tener los ánimos desbordados,

sus hombros hundidos, humillados, llevaba al parecer una pesada carga que la alejaba de una verdadera realidad. Se sentía inútil, vacía y también culpable de no haberlo amado como él se merecía.

Sin detenerse a pensar que la vida nos da muchas opciones para caminar

y que sin duda él también las tuvo para decidir con quien quería estar.

Los llorosos ojos de Celeste contemplaron aquel larguísimo puente hasta el cual había llegado, estaba justo en el medio, pegado su cuerpo al mural de hormigón de metro veinte de altura y mirando hacia abajo, eran las veintitrés cincuenta y una de la noche y apenas se podía ver un fondo oscuro donde se apercibía su final.

Allí mismo se habían conocido, ese día caía una fuerte tormenta, aunque a ella no le importaba mojarse, en realidad le daba todo igual. Ese día, para ella, iba a ser el último.

Celeste levantó su pierna derecha apoyándola en la base del muro y se izó con dificultad, ejerciendo una fuerte presión sobre sus dos manos, brazos y hombros y subiendo con dificultad a lo alto, poniéndose rápidamente de pie, respiraba agitada y nerviosa. Esta vez nadie lo podría evitar, estaba sola, nadie la vería, el puente estaba lo insuficientemente iluminado, con apenas dos o tres farolas de baja intensidad por cada diez metros, aunque muchas de ellas estaban rotas con sus bombillas apedreadas y destrozadas, como para que alguien pudiera verla o identificarla.

Aunque había una pega; esa noche no llovía.

Celeste miró su reloj en la mano izquierda; las veintitrés cincuenta y siete de la noche. “a tres minutos tan solo de la vida a la muerte”-pensó- en ese instante. Miró hacia abajo; el fondo permanecía oscuro e inalterable, en ese momento sintió un frío glacial «¿y si no ocurría? ¿y si no lo lograba? ¿pasaría “al otro lado”? Mejor dicho... ¿la dejarían pasar?». La preguntas que se hacía eran del todo inútiles ¿quién se las iba a contestar? Su celular comenzó a sonar pero Celeste no hizo caso. Su reloj marcaba las veintitrés cincuenta y nueve, a apenas unos segundos para las cero horas de la madrugada y no podía fallar. Justo a esa hora lo conoció, él la salvó la primera vez, salió de la nada y se hizo con ella un segundo antes de saltar al vacío. Eduardo... nunca olvidaría el modo en como la miraron sus ojos verdes, la miraban asustados y a la vez enfadados. Se lo dijo ese día; «nadie merece que le pagues, por mucho mal que te haya hecho, con tu muerte, créeme, nadie se merece eso porque eso es puro odio y egoísmo». Y ella... ella se enamoró de sus ojos, de sus labios, de su voz y lo amó desde entonces con toda el alma... fueron cinco años de felicidad, cinco años... después, él se fue... tal y como había llegado... de la nada. El celular seguía sonando insistentemente cuando Celeste saltó al vació. ¿quién la llamaba? Nadie lo podrá saber jamás porque ella jamás contestó a la llamada.

DISPARIDAD DE MICROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora