DISPARIDAD DE MICROS

¡Hoy comemos caliente!

― ¡Carlos!― ¿Crees necesario hacerlo? ―dijo lloroso Andrés.

Carlos, giró la vista hacía su compadre, y le lanzó una mirada asesina.

― No deberías dudarlo― contestó al fin.

― Si no lo hacemos nos encontraran rápido y no tendremos tiempo de escapar. Tú cierra los ojos y déjame a mí―. Observó que su compadre se tapaba la cara con las dos manos, al fin, procedió a seguir con la labor que estaba desarrollando antes de que lo interrumpiera, Andrés.

Andrés, no pudo evitar mirar por el rabillo del ojo; «no lo podía evitar, le horrorizaba y sin embargo, lo miraba fascinado, admirado de la frialdad y serenidad con que su compadre, podía hacer «eso», ¡Dios mío! Pensaba: ¿Cómo lo puede desollar así, tan frío y sereno, despellejándolo, estando aún palpitante y caliente?».

Miró Andrés, a derecha e izquierda, temeroso de que alguien pudiera estar observándolos: estaban en un pequeño claro del pinar, dónde se resguardaron del frío de la noche, con el único abrigo de su pobre vestimenta y unas cajas de cartón bienhalladas en un vertedero cercano. Pensó entonces cómo llegaron a esa situación.

«Intentaban hacer un poco de fuego, Carlos, básicamente, pues él, se sentía un completo inútil en todo.  Cuando de pronto, lo vieron… ¡estaba justo enfrente de ellos!

Andrés, lo pudo presentir, estaba el pobre, tan hambriento y asustado como ellos mismos: sus ojos se mostraban hinchados, lagrimosos, entrecerrados, parecía estar enfermo, así se lo parecía a Andrés, aunque Carlos, no le dio tiempo a reaccionar. Todo fue muy rápido. Y Carlos, con unos reflejos magníficos y una destreza poco común; con una gruesa piedra, le reventó la cabeza sin parpadear siquiera».

― ¡Andrés!― Oyó Andrés el grito de Carlos, rompiendo sus pensamientos.

― ¿Cómo va ese fuego? ¡Esto ya está! ―Gritó Carlos, alzando triunfal su “gran trofeo”, un conejo, desollado, famélico y enfermo.

― ¡Hoy comeremos caliente, compadre! Y nadie nos volverá a encerrar por robar, matar y comernos una gallina.