Nunca podré pedirte perdón, Jonás

522 8 10
                                    

Nunca se podría haber imaginado, Santos, cuando decidió darle un pequeño susto a uno de sus amigos, que aquello iba a resultar catastrófico para su amigo y cómo no, para él. «Desde luego si lo hubiera sabido, ni loco, toma esa decisión».

Lo encontraron donde bien sabía Santos, que solía estar a esas horas, en «el barrio del Carmelo» no precisamente un barrio muy recomendable. Justo fue eso lo que llevó a Santos, a planear y perpetrar tal «broma». El barrio, con tanta delincuencia y tanto drogadicto, era perfecto para tal darle el susto, estaba seguro que su amigo se iba a reír muchísimo cuando una vez dado el susto, le dijera la verdad. Y se descubriera que todo fue una broma.

 Sin embargo, no le salió como él pensaba. «No contaba con que su compinche se había metido unos minutos antes un “pico de heroína” lo suficientemente pura, cómo para volverlo loco, (más de lo que ya lo estaba) hecho que desencadenaría la tragedia minutos más tarde».

― ¡Loco!― gritó Santos, a su compinche― ¡déjalo ya, lo vas a matar!

«Loco», dejó de patear el cuerpo del caído y miró con sorna a su compañero.

― ¿Desde cuándo te volviste un marica, Santos?― soltó una desagradable carcajada, al mismo tiempo, que, con la puntera del pie derecho, en una patada bestial, le hundía el ojo izquierdo al pobre desgraciado, que sólo pudo soltar un desgarrador alarido, antes de quedar inconsciente. «Pobre Jonás, su único error fue el decirles que no les podía dar un cigarrillo». «¿Y ser su amigo?». Ahora, se encontraba inconsciente; con tres costillas rotas, un brazo, una pierna, sin algunos dientes, y, además, con la última patada… ciego de un ojo; ¿qué más le podía pasar?». (Lo que no sabía el pobre Jonás, era que ninguno de los dos asaltantes… fumaba).

Santos, palideció al ver semejante brutalidad en su “compinche”. «Ahora es cuando se empezaba a preguntar qué hacía él con semejante bestia…».

«Claro que él era un salvaje. Pensaba.  Santos. Pero sus peleas siempre fueron de cara, casi siempre defendiendo la verdad, jamás se aprovechó del caído, ni abusó del vencido. Esto que estaba viendo en su compinche, no tenía nada de pelea ni de valentía, más bien al contrario, era una paliza sin sentido, además de salvaje y muy cobarde.

Santos, comenzó a sudar, su pulso se aceleraba por momentos, una rabia sorda, casi animal, se empezaba a adueñar de su consciencia. ¿Por qué se le ocurriría comentarle a «el Loco» que quería gastarle una broma a su amigo Jonás?  «Un susto». Solo quería darle un pequeño susto, para que no fuese tan bravucón, siempre iba de «sobrado», diciendo que él no le temía a nada… ni a nadie.

Ése mismo día, Santos, lo pudo comprobar al fin, por sí mismo. Era cierto, su amigo Jonás, «no le temía a nada ni a nadie».   Se lo demostró ese mismo día no soltando ni un gemido o queja, cuando Santos, le atacó por la espalda, (para no ser reconocido) y «el Loco» se dedicó a darle patadas una vez que cayó de bruces al suelo.

«La maldad, que habita en las entrañas del ser humano… tampoco tenía límites ni miedo a ningún ser humano».

«el Loco» no lo vio venir, ¿o sí? Estaba de espaldas, con el pie derecho encima de la cabeza de Jonás, dispuesto a hacérsela papilla, aplastándosela con el pie.

Desencajado su rostro de la rabia, Santos, saltó como una fiera hacia «el Loco», mientras usando un juego instintivo de la muñeca, usaba la navaja, que había sacado segundos antes del bolsillo del pantalón. El acero brilló a la luz del sol que estaba en esos momentos, en su parte más alta.  Y, cuando ya parecía querer hundirse en la espalda de «el Loco», éste se giró velozmente como una centella, esquivando el ataque, que, de una manera traicionera quería llevar a cabo Santos contra él. Al apartarse «el loco», Santos perdió la vertical yendo a caer encima de su amigo Jonás, con tal mala fortuna que la navaja, abierta y afilada, fue a clavarse, con pésima suerte en el estómago del pobre Jonás.

Jonás no se movió, estaba inconsciente y Santos, dudó de que no estuviera ya muerto, ya que ni siquiera se había movido.

«El Loco» se reía de tal manera que causaba escalofríos, ni se inmutó a la hora de bajar su mano izquierda para ofrecérsela como cuerda para que Santos, se levantara.

No pudo ver Santos, como al coger la mano izquierda de «El Loco» éste usaba la derecha para sacar la navaja del estómago de Jonás. Hasta que fue demasiado tarde.

La navaja se hundió en el bajo vientre de Santos, que, pese a todo tuvo tiempo de reaccionar, apartarlo de su cuerpo, hasta pudo darle una patada en los testículos, «El Loco» se quedó encogido unos segundos (los suficientes) para que Santos, en un alarde de reflejos, lo empujara contra un camión que en ese momento pasaba rápido por la calzada.

El sonido de carne y huesos astillados, y la imagen de su “compinche” cayendo debajo de las ruedas del camión. No se le iría jamás a Santos de la cabeza; en el pavimento sólo quedaba la huella de ropa ensangrentada y restos de carne y huesos aplastados. El conductor no paró el camión, era un lugar demasiado peligroso como para bajarse a «mirar qué leches había a arrollado, incluso se maldijo entre dientes por su mala suerte».

A Santos, antes de expirar su último aliento, aún le dio tiempo a pensar;  

«Nunca podré pedirte perdón, Jonás».

Escasos segundos más tarde expiraba… muerto desangrado.

DISPARIDAD DE MICROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora