III - "Confusione"

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Murmullos, música, gritos, risas...

El suelo vibra al son de la música.


Lentamente recuperé la consciencia, aturdido por una migraña mordaz. Yacía desparramado en el suelo, y no podía ver casi nada, estaba muy oscuro.
Cerca, se oía música muy fuerte y de ritmo estrambótico. No hacía más que empeorar mi malestar.

Incómodo, comencé a incorporarme y moverme un poco. Al hacerlo, oí el distintivo tintineo de las cadenas al chocar, y mis manos pesaban, como si llevara pulseras de concreto. Estaba tan atontado que no percibía lo obvio: estaba encadenado.
No solo en las manos, sino también en mis pies y cuello.

Semejante descubrimiento me colmó de un presentimiento espantoso.

¿A merced de quién estoy, aquí atado?

Intenté liberarme con rápidos forcejeos, desesperado, en un frenesí. Fué inútil, eran cadenas con eslabones gruesos y de plomo.

- ¿Qué sucede?...  - murmuré para mí.

Mi rostro se sentía extraño. Estaba rígido y tirante, como si llevara una mascarilla puesta. Al instante supe que era sangre seca, fruto de la brutal patada que había recibido en la cabeza.

Intenté tocar la herida, naturalmente preocupado sobre qué tan graves eran las secuelas de aquél golpe. Palpé y palpé, pero no sentí rastro alguno de lastimaduras, ni tampoco dolor. La sangre estaba allí y tenía migraña, pero no había lesión. Claramente, algo no encajaba.

- Primero desaparecen las puñaladas ¿Y luego ésto? -

Ahora más abrumado que antes, moví mis ojos nerviosos en la oscuridad del lugar, analizando en rededor. El aire era tan pesado... caluroso y húmedo, viciado. Un asco.

La escasa iluminación hacía difícil distinguir lo que había a mi alrededor. Estaba totalmente desorientado.

Con el pasar de los minutos, supe que me encontraba en un cuarto oscuro y pequeño, que solo se iluminaba en cortos periodos de tiempo, cuando la parpadeante luz de afuera se colaba por la puerta. Era incómodo intentar ver con esa poca luz, pero con esfuerzo lo logré.

Distinguí que no estaba sólo. Las cadenas me unían a otras personas en mi misma situación. Sus caras se exhibían ante mis ojos en esos escasos momentos de luz: pálidos, presas del pánico, los ojos bien abiertos y los pechos agitados, la confusión grabada en los gestos. Otros hacían desmayados o adormilados. Me aterrorizó.

Entre todos ellos destacaba uno.

La angustia del muchacho a mi lado era muy notoria, cabizbajo y con la mirada pérdida. De tan solo verle entre la oscuridad, aquél chico pelinegro me transmitía su tristeza.

Éramos bastantes. Alrededor de seis hombres y dos mujeres, una de ellas me llamó la atención por su extraña belleza, de abundante melena rizada, colorada, facciones finas y esbelto cuerpo. Estaba desmayada.

La única puerta (por la que entraba la luz) daba a un pasillo que parecía de discoteca. La gente pasaba dando risotadas y divirtiéndose al son de la música, entre resplandecientes y entrecortantes luces.

Viendo una posible chance de salvación, comencé a pedir ayuda a gritos a las personas que pasaban por allí. Algunos se daban la vuelta a ver y otros directamente me ignoraban, pero nadie jamás se acercó o mostró interés. El chico pelinegro, a mi lado, de repente calló mis gritos de auxilio. Tapó mi boca, torpemente, ya que estábamos esposados.

- Por favor, no lo hagas, no sirve de nada, no te escucharán. - rogó con tenue voz.

- ¿Qué? Si no hacemos algo esto será peor. - respondí seguro.

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