El avión emitió un ruido y despegó. Miré por la ventana, viendo desaparecer los últimos tramos verdes de mi hogar, para siempre. Recordé una vez más por qué nos habíamos tenido que mudar. Según mi madre el trabajo la había cambiado de sede, pero a mí no me engañaba. ¿Tan difícil era admitir que desde que mi padre había muerto le era imposible vivir en nuestra casa? Y, claro, tampoco soportaba el ambiente de mi querido pueblo, porque todo le recordaba a él. Mi padre conocía a todos y cada uno de los residentes del pueblo y sus alrededores. Sabía sus nombres, apellidos y ascendencia. Incluso el nombre de sus mascotas te lo podía decir. Todos le querían, mucho, y todos vinieron a darnos el pésame. Desde entonces, mi madre no los podía ver de otra forma sino <<Los amigos de tu padre>> Y, gracias a eso, nos teníamos que mudar. Perfecto. Era un pueblo precioso, con sus praderas verdes, su pozo blanco en la plaza, sus casitas humildes y sus mansiones a pie de playa. Y con todos mis amigos. Esos a los que no volvería a ver.
El avión sobrevolaba el mar. Un precioso mar azul. <<Azul como los ojos de tu padre>> ¿Se podía ser más masoquista? Mi madre nunca me había caído bien del todo. Teníamos nuestros momentos de complicidad, sí, pero, ¿cómo mi padre, un hombre risueño, amable y cariñoso, se había enamorado de ella, una mujer fría y que no le gustaba el contacto físico con las personas? Se habían conocido el aquel pueblo. Mi padre había vivido allí toda su vida, y ella se había mudado hacía relativamente poco. Amor a primera vista, de ese que solo ocurre una vez en la vida.
Mi padre, Arthur Daconte, siempre había estado ahí para mí. Me había ayudado en todos y cada uno de mis problemas sin importar nada. Yo era su hija y me quería como a su vida. Esa vida que se terminó aquel precioso día de junio.
Yo me encontraba viendo una película con unos amigos y recibí una llamada de un número desconocido. Descolgué. <<Buenas tardes, señorita, lamentamos decirle que su padre, Arthur Daconte, ha muerto esta mañana en un accidente de tráfico. Lo sentimos mucho. Saludos>> Recordaba con odio esa voz monótona y sin sentimientos, como si comunicase una noticia así cada día. Recordaba mi reacción. Me fallaron las rodillas, me quedé mirando al vacío con la mente en blanco. Esa misma mañana habíamos desayunado tortitas juntos, en la mesa del salón, mientras veíamos nuestro programa favorito y nos reíamos a costa de los participantes. Y, unas horas más tarde, estaba muerto. Su cuerpo frío, sin vida, dentro de la cabina destrozada de un coche. Las manos aun en el volante, sin oponer resistencia al airbag que le explotó en la cara y que no pudo evitar el desastre. La cabeza ligeramente inclinada hacia delante, y la piel de la cara pálida, fruto de su último susto.
Me saqué esos asuntos de la cabeza, porque me estaba sintiendo demasiado cansada y me apetecía dormir. No podía dormirme con esos asuntos en la cabeza, así que me puse a fantasear con cómo sería la gente en mi nuevo instituto. ¿Sería todo tan cliché como en las películas? Por favor, qué tontería.
Entonces me desperté y, soñolienta, abrí un poco los ojos. Lo justo para descubrir que, lo que me había despertado; el sonido del motor del avión mientras reducía la altura. Me desperecé y esperé pacientemente hasta que el avión tocó tierra. Ben me dio una palmada afectuosa en la cabeza y nos levantamos cuando la azafata lo anunció por los altavoces.
Salimos del aeropuerto junto a mamá y nos montamos en un taxi. El viaje fue largo. Veía, a través de la ventanilla de mi asiento, todos los prados verdes y llenos de vida alrededor de la carretera. Si había un solo lugar, aunque fuese de un centímetro cuadrado, que no estuviese lleno de hormigón u ocupado por algo, era verde y brillante. Las gotas posadas sobre la hierba fresca y joven brillaban a través de la luz de sol.
Llegamos a una casa a un lado del bosque. Era preciosa. Grande, blanca y con un montón de ventanas. Si no fuese porque estaba vieja, hubiese sido digna de una sesión de fotos para una revista. Descargué mis maletas y las llevé a la casa.
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Puntos suspensivos
Teen Fiction- Y, ya que te gustan tanto los libros, - Comentó él mientras se acomodaba mejor en su asiento. - ¿No hay ningún aspecto de ellos que odies? O, por lo menos, que no te guste. - Bueno, no me gusta cuando el libro termina con un final abierto, o con...