Thomas llegó a casa y se sentó en la cama. No se dignó a mirar siquiera los millones de mensajes y emails de sus Barbie, como cada tarde, ni tampoco llamó a sus amigos para quedar. Se sentía demasiado confundido.
Se dejó caer hacia atrás y maldijo en voz baja al golpearse la cabeza con la esquina de la mesita de noche. Bueno, pensó, por lo menos el dolor lo distraería. Llevaba unos días sin poder sacarse de la cabeza el sabor de Irene. La forma en la que lo miró - una mezcla entre vergüenza y asombro - después de aquel beso bajo la lluvia.
Sinceramente la primera vez que la vio le había parecido una chica normal que se había quedado embobada mirándolo como primera reacción, también normal en lo que se refiere a chicas. Pero luego, al tratar de encandilarla como con todas las demás, ella había resultado ser distinta y pasar de él completamente, lo cual no era normal. Para nada lo era. Y decirle su nombre le había salido tan solo y tan natural que no se había dado cuenta de que se lo había dicho hasta que ella lo había llamado así unos días más tarde.
El hecho de que se le resistiera le había parecido terrible al principio, como si fuese la excepción a la regla de que todas caían en las redes de Thomas Clayton. Por eso mismo se había propuesto a sí mismo enamorarla como a todas las demás, jugar con ella como con todas las demás y luego dejarla. Pero había resultado ser tan difícil que hasta estaba siendo divertido; pasar tiempo con ella le gustaba, todo en ella le gustaba. Había terminado cogiéndole cariño, y nadie había conseguido nunca esa reacción en él.
La forma en la que protegía a sus amigas, incluso cuando ellas no estaban ahí para verlo, la forma en la que se sonrojaba o en la que se mordía el labio cuando estaba nerviosa, esa forma tan suya de abrazar que todavía no se había podido quitar de encima desde aquella noche eran simplemente pequeñas cosas que auguraban cómo era en realidad. Era una chica demasiado distinta a las demás y demasiado cliché a la vez. Sencillamente se había acostumbrado a hablar con ella, a oír su risa y a aguantar sus chistes malos hasta que realmente le hacían gracia.
Ninguna otra chica había llegado tan lejos en él, y eso le asustaba, ¿quién era el jugador y quién era el juego? Estaba asustado de una muchacha a la que le sacaba más de una cabeza, y eso no era normal en él, que no se asustaba de hombres que le sacaban más de dos y cuyo cuello era tan ancho como su cabeza. Pero no la temía. Solo temía lo que se le pasaba por la cabeza al estar con ella, esa vocecita en su cabeza que, sin venir a cuento, soltaba: "mírala bien" "qué guapa" "¿se ha sonrojado o es impresión mía?" "¿Cómo sería besarla?" Sin duda besarla había desatado una tormenta que no podía controlar. Había sido justo ese momento en el que ella lo sujetó y lo atrajo hacia ella para no terminar el beso cuando había sentido algo extraño, como una mezcla entre alivio, nerviosismo y algo más, que jamás había experimentado antes. De hecho ni siquiera sabía por qué la había besado ahí, justo cuando ella se disponía a soltarle el chorreo de impertinencias más grande de su vida. Escucharla decir todo aquello sin quitar la mirada de sus ojos había sido tan intenso que ni siquiera se había dado cuenta de lo que hacía. Había obedecido un impulso, y él jamás había cedido ante los impulsos. Temía no poder frenarse si volvía a suceder.
Pero debía aprender a hacerlo, porque Irene Daconte era sólo un desafío personal y nada más. Thomas Clayton debía ser y seguir siendo un mujeriego. Lo que pasa es que a menudo lo que debería ser y lo que es son cosas muy distintas, ya que solo de pensar en la risa de Irene se le formaba un nudo en la garganta y las mariposas conquistaban su estómago. Mariposas. ¿Quién habría dicho que el playboy del instituto padecería de amores? Pues era cierto, y no podía hacer otra cosa que tratar de frenar y dar marcha atrás, pero es que cada vez que vislumbraba a aquella muchacha entre la multitud, sentada en el banco del West Side, en clase, en cualquier parte no podía evitar una sonrisa. Una sonrisa porque sabía que ella le esperaba, aunque no fuese de la forma en la que él querría. No podía evitar quedársela mirando profundamente metida en su libro y se le pasaba el tiempo tan rápido observándola que sencillamente llegaba tarde siempre, a pesar de que hubo veces que estaba allí antes que ella.
Oh, mierda. Estaba enamorado.
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Puntos suspensivos
Teen Fiction- Y, ya que te gustan tanto los libros, - Comentó él mientras se acomodaba mejor en su asiento. - ¿No hay ningún aspecto de ellos que odies? O, por lo menos, que no te guste. - Bueno, no me gusta cuando el libro termina con un final abierto, o con...