17: La primera batalla (Almendra)

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Bastián me envió un mensaje donde me decía que aún podíamos arreglarlo y era lo que yo más quería, pero sentía que las cosas habían llegado demasiado lejos.

El martes me había ido antes del amanecer a mis tierras. Al llegar, vi a unos jóvenes que salieron corriendo al ver entrar mi auto.

El problema fue que, al entrar, vi la casita abierta, adentro, unas botellas de licor y unos cigarros a medio apagar se encontraban por todas partes, al parecer, habían tenido una fiesta en el lugar. Sin darme cuenta, uno de los cigarrillos se había encendido en la cama. Me acerqué a apagarla, no obstante, el líquido de una de las botellas que se habían volteado llegó hasta la llama y encendió el colchón. Salí corriendo de allí pues el incendio amenazó con tomar toda la casita.

Llamé a Bastián, en ese momento no se me ocurrió a quien más podría llamar. Pero, justo en ese momento, una de las paredes se incendió y abrasó mi rosa. Me arrepentí, no quise hablar con él.

Poco después, llegó un hombre que, según dijo, era el guardia nocturno de la empresa de al lado. Se acercó a la casa, pero no había nada que salvar.

―¿Usted está bien? ―me preguntó y yo afirmé con la cabeza―. ¿Había alguien más adentro?

¿Quién se creía que era yo? Yo no era la mamá de Bastián.

―¿Quiere agua, algo?

―No, gracias.

Se quedó en silencio, creo que no sabía qué hacer ni qué decir. ¡Hombres!

Cuando todo fue reducido a cenizas, me acerqué, la rosa estaba en el suelo, solo el tallo había quedado entero, quemado, pero entero.

Eso fue lo que más me dolió. La casita ni siquiera me interesaba, hubiera sido buena como cobijo para el futuro celador, pero ya haría otra.

No sé cuánto rato estuvimos allí con el guardia, antes de que llegara Bastián, apresurado.

―Almendra ―habló con una voz ronca y pesada.

―Se quemó ―le conté, fue lo único que se me ocurrió decir.

―¿Tenías algo importante allí dentro?

Negué con la cabeza, no era la casita, era mi flor, y se la enseñé, la tenía entre mis manos. Se agachó frente a mí y buscó mis ojos. Había culpa en ellos y eso me dio la respuesta que buscaba en mi mente todo ese rato.

―Lo siento ―se disculpó antes de que lo acusara.

―¿Por qué lo hiciste? ―le pregunté.

―¿Yo?

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