10: Problema (Bastián)

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Necesitaba tomar aire, sabía que Almendra tenía razón en lo que me decía, pero ¡eran mis padres por la mierda!

La esperé afuera del local, desde allí podía ver su futura tienda, era como ella, llena de luz y color.

Tenía sentimientos encontrados con toda esa situación, por un lado, me alegraba por ella, estaba cumpliendo sus sueños y, por otro lado, no la quería en mis terrenos. Gustavo jamás debió venderle esas tierras a ella y, mucho menos, para eso.

―Sigues aquí ―me habló al salir.

―Sí, te esperaba.

―Pensé que te habías ido.

―Yo te traje, yo te llevo.

―No necesito que me lleves.

―No te iba a dejar botada aquí.

Ella suspiró, se veía a la defensiva.

―No necesito de tu machismo opresor.

Sonreí divertido.

―Bien que te has aprovechado de mi machismo opresor todos estos días ―le dije en broma.

―¡No me he aprovechado! ―protestó como una niña pequeña.

―Sí, claro, eso lo dices tú y yo te tengo que creer porque eres mujer, ¿cierto?

Entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa.

―Obvio, tú sabes que las mujeres siempre tenemos la razón.

―Vamos, será mejor, déjate de pelear tanto.

Ella me detuvo del brazo.

―Perdón ―me dijo y se puso roja.

―Tranquila, todo está bien.

―No debí decir eso.

―Yo debí decirte antes quien era.

―Eso sí, debiste decírmelo el mismo día que nos conocimos.

―Lo sé.

―¿Por qué no lo hiciste? ¿Por qué no me dijiste que eras el dueño del terreno y que tus padres habían sido los que habían destruido ese jardín?

―Porque creo que soy un idiota.

―Bueno, al menos lo reconoces ―se burló y se agarró de mi brazo antes de empezar a caminar al estacionamiento.

Yo no dije nada. Claro, ella no tenía problema en que yo fuera el dueño de esas tierras, el problema lo tenía yo con que ella quisiera hacer un jardín allí.

Al llegar a la casa, le dije que tenía cosas que hacer y que no podría quedarme. Ella lo aceptó; de todas formas, le aseguré que iría al día siguiente.

El inconveniente fue que antes de poder irme, salió la señora Ely y me dijo que había hecho unas roscas para esperarnos y tomar once. Los niños habían hecho sus tareas temprano, pues pensaron que la tarde anterior me había ido porque ellos no habían terminado sus deberes y les habían llamado la atención. Ante aquello, y la carita ansiosa de Lucía en la ventana, no pude negarme. Tampoco es que tuviera muchas cosas que hacer.

Los niños corrieron a mí al verme entrar. Lucía se me colgó del cuello y yo la tomé en brazos.

―¿Te enojaste conmigo? ―me preguntó con mucha tristeza.

―¡Claro que no! ―le aseguré―. Yo no podría enojarme contigo.

―¿De verdad?

―Por supuesto. Ayer se me presentó un problema, por eso me fui, nada que ver, ni contigo, ni con tu hermanito, ni con tu abuela.

―¿Seguro?

―Muy seguro, princesa.

Ella se abrazó a mi cuello y sentí su aroma, todavía olía a bebé y me gustó mucho sentirla así, me imaginé qué sentiría al tener en mis brazos a mi propia hija.

―Ya, deje a Bastián, Lucía, mire que lo atosiga tanto ―la reprendió la abuela.

Ella se contorsionó entre mis brazos para bajarse. Yo la dejé en el suelo.

―Yo no quiero que te vayas por mi culpa.

Me agaché frente a su carita de tristeza y le di un beso en la frente.

―Ya te dije que no me podría enojar contigo, tú no me molestas, ¿ok? Eres una princesa y las princesas no molestan ni se creen un estorbo. ¡Son princesas! Son fuertes, son capaces, guapas y saben como ganarse el corazón de todos, así que nada de ponerse triste, ¿me oyó? ¿Y te cuento un secreto? Cuando tenga una hija me gustaría que fuera como tú.

―Yo hubiera querido tener un papá como tú.

Bien. Eso no me lo esperaba. Me dio directo al corazón. ¿Qué había pasado con su papá? Yo creí que andaba de viaje o que quizá trabajaba fuera de la ciudad, al parecer, no.

―Bueno, pero tienes un tío como yo. O sea, yo. Yo soy tu tío. No tu tío de verdad, pero tío igual, tío de nombre ―me enredé en mi propia explicación y no sabía cómo salir.

Ella se puso a reír. Era una pequeña preciosa.

―¡Ya te entendí!

La abracé y me percaté de que Joaquín nos miraba. Me acerqué a él con Lucía abrazada todavía a mí y me puse frente a él.

―¿Y tú, me aceptas como tu tío postizo?

―¿Postizo? ―preguntó.

―De mentira, pero como si fuera verdad.

Él sonrió y me abrazó.

―Nosotros pensamos que te habías enojado con nosotros.

―¿Qué podrían hacer para que me enojara con ustedes? No, ayer me avisaron que pasó algo y me tuve que ir. ―No mentí del todo―. Así que no fue por nada que hubieran hecho ustedes.

―Ya, vamos a tomar once ―dijo la abuela.

―Yo ayudé a hacer las roscas ―me indicó Lucía, orgullosa de sí misma.

―¡Yo también ayudé! ―reclamó Joaquín.

―Pero no tanto como yo ―replicó Lucía.

―No peleen ―tercié―, si los dos ayudaron, entonces deben haber quedado muy ricas.

Y así fue, estaban exquisitas y el tiempo que estuve allí lo pasé muy bien.

El problema no era esa familia, no eran los niños, tampoco era Almendra. El problema era que yo no quería que ella plantara sus flores en mis terrenos y, cuando se enterara, ella no querría mis camiones al lado de su campo. Y tendríamos un problema.

Un grave problema.

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