18. Deporte de aventura

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Terminé dando un montón de vueltas por el supermercado, y cogiendo más artículos de los que en realidad necesitábamos. Bah, ¿qué importaba? Iba a pagar yo. Entre el mini-enfado que tenía de antes y lo nerviosa que me había puesto en la sección de snacks, había terminado haciendo algo demasiado atrevido, y ahora no sabía ni cómo iba a mirarle ni cómo iba a hablarle. Bravo, Alice.


Jaehwan me seguía en silencio. Podía imaginar lo divertida que le resultaba aquella situación, aunque no me atreviese a mirarle, estaba casi segura de que llevaba esa extraña sonrisa en sus ojos, o quizá directamente en sus labios, aunque no habría forma de verla porque seguía teniendo su rostro completamente cubierto.


En la sección de bebidas, me advirtió de que deberíamos coger más de una para cada uno, ya que quizá las necesitásemos, no sólo para la comida, sino también para el resto del día. No dije nada y me limité a obedecer. Sólo él sabía qué íbamos a hacer.


Cogí también un par de helados empaquetados de forma individual y pagué todo en la caja. Jaehwan me abrió la puerta del coche y entré con las bolsas de la compra.


- ¿Quieres llevarlas ahí contigo? – me preguntó una vez me hube sentado en el asiento del copiloto. – Puedo guardarlas en el maletero si quieres – me ofreció. Se las di. Al minuto ya estaba sentado a mi lado y arrancando el coche.


Salimos del aparcamiento y avanzamos por una carretera que dividía al pequeño pueblo por la mitad. A las afueras del pueblo, la carretera seguía abriéndose paso entre un frondoso bosque. Jaehwan iba cantando en voz muy suave la canción que sonaba. Empecé a calmarme como por arte de magia. Pero no era magia, era su voz.


- ¡Ah! –exclamé de pronto.

- ¿Qué pasa? – interrumpió.

- Los helados... Están en las bolsas en el maletero. Se van a derretir – dije preocupada.

- No te preocupes, llegaremos enseguida – me aseguró.


Y efectivamente, unos metros más adelante, llegamos a un espacio en el que había una cabaña de madera y un aparcamiento que se abría en uno de los lados del bosque. Apenas había cinco o seis coches aparcados. Jaehwan aparcó en uno de los muchos espacios libres y bajamos del coche. Sacó del maletero los dos helados y me los tendió.


- Uno es para ti – indiqué.

- ¿Ah, sí? ¿Ya me has perdonado? – me preguntó aceptándolo. Asentí con la cabeza.

- ¿Me vas a contar ya qué hacemos aquí? – pregunté apoyándome sobre un lateral del coche. Él se apoyó a mi lado poniéndose las gafas de sol sobre la cabeza y quitándose la mascarilla.

- ¿Ves este bosque? Un poco más allá hay un río. Vamos a alquilar una canoa y vamos a descenderlo.


Lo miré con la boca abierta. Él le pegó un mordisco a su helado y me miró con curiosidad.


- ¿No quieres? – me preguntó. – Es un río muy tranquilo, no tiene rápidos ni zonas peligrosas, la dificultad es mínima. La única condición es medir más de 1 metro y medio y saber nadar – me explicó.

- La verdad es que me encanta la idea – confesé. – No imaginaba que hubieras planeado algo así. No tengo palabras. Me encanta, de verdad – hice una pausa. - Pero tú no cumples la condición de saber nadar.

- Eso ellos no lo saben, ni se lo vamos a decir.

- ¿Y si pasa algo?

- Tú me salvarás – me dijo sonriendo. – Porque ya me has perdonado, ¿verdad? – de pronto, infló los mofletes, cerró los ojos fuerte y movió la cabeza de un lado a otro en un gesto adorable. Ellos lo llamaban "aegyo". Me hizo reír.

- Sí. De acuerdo. Yo te salvaré – acepté. Entonces, me tendió su mano. Le tendí la mía, y una vez más, tras acariciarme los nudillos, la llevó a sus labios y la besó. Así, ¿cómo podría no perdonarle?


Cuando terminamos de comer nuestros helados, cogimos las bolsas con lo que habíamos comprado y nos dirigimos hacia la cabaña de madera. Jaehwan se había vuelto a cubrir la cara con las gafas de sol y la mascarilla. Al entrar, nos dieron la bienvenida, nos explicaron cómo funcionaba el alquiler de canoas y tras realizar el pago correspondiente (quise pagarlo a medias, pero Jaehwan se negó de nuevo, y por no discutir otra vez, lo dejé estar), nos entregaron unos trajes y unos botines de neopreno, y unos chalecos salvavidas para que nos los pusiéramos. Tras cambiarnos en unos probadores, nos explicaron cómo funcionaban los remos y el giro de muñeca que debíamos hacer para impulsarnos correctamente en el agua, y nos entregaron un bidón de plástico que se encajaba en la parte trasera de la canoa a modo de portaequipajes, para que dentro metiéramos la ropa, la comida y nuestras demás pertenencias y pudiéramos llevarlo con nosotros sin que se mojase.


Una vez listos, un empleado cargó una canoa doble y los remos en una furgoneta, y nos llevó carretera arriba, hasta el punto en el que comenzaba el recorrido por el río.


Una vez en el embarcadero desde el que íbamos a salir, nos recomendaron que él se pusiera detrás, ya que tendría más fuerza para impulsar la canoa, y yo delante, para dirigirla.


Cerca de las 10 de la mañana, comenzábamos nuestro recorrido. Nos esperaban 15 km de río hasta desembarcar de nuevo en el punto donde habíamos aparcado nuestro coche.

No pude esquivarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora