– ¿Cómo reaccionó a la maldición el senador?
– Bueno, no estaba muy feliz, por lo que sé. ¡Lanzó mi collar de la fertilidad carísimo al mar!
– Una trágica pérdida – comentó el hombre, seco.
– ¡Ajá, eso fue! – Abuela golpeó la mesa de metal con su pequeño puño. – ¡No se puede comprar collares de la fertilidad en cualquier esquina!
– No sabría decirle.
– Bueno, yo sí. – Abuela se sorbió la nariz. – Al fin y al cabo, he pasado años coleccionando esas cosas, poniéndolas en los carros, en las casas, en los escritorios y en los barcos de mis nietos...
– ¿La señora está diciendo que es así hace... años?
– ¿Así cómo?
– Loca.
Abuela sonrió.
– Algunas personas confunden la locura con el ingenio. ¿Qué crees tú, Gus?
– Yo no me llamo Gus.
– Tienes cara de Gus. Voy a decirte así.
El agente miró, deseoso, la ventana espejo.
– Creo que es hora de hacer una pausa.
Dulce
Andar con las manos agarradas con Christopher era como entrar al bus del colegio por primera vez. La persona anda toda torpe, sin saber bien al lado de quién sentarse, en plena duda si está en el puesto correcto, y se queda mirando por la ventana para no pasarse de casa. Y, cuando por casualidad pierdes el puesto, a la persona no le importa ni un poco, porque ya hizo amistad con todo el mundo y realmente les está gustando el viaje.
– Es aquí. – Soltó mi mano.
El maldito bus paró.
Me quedé pensando en esa maldita canción infantil odiosa, "Las Ruedas del Autobús", sonando como si fuera un disco rayado.
– Creo que solo tenemos que entrar. – Cerré los puños y fui a tocar la puerta, cuando alguien la abrió.
– No puede ser. – Christopher soltó una mala palabra y pateó el marco de la puerta.
Abuela apuntó al suelo.
– Creo que mataste a una hormiga.
Las fosas nasales de Christopher se inflaron. Pero no dijo una sola palabra.
Abuela aplaudió.
– Ah bueno. Aún está viva, mírenla. – Apuntó hacia abajo.
Christopher miró y pisó a la hormiga con fuerza unas cinco veces, antes de recuperar el control.
– Ay, Dios mío. – Abuela se llevó una mano al cachete. – Creo que ahora está bien muerta.
Abuela realmente lo estaba haciendo perder la cabeza. Agarré su mano y la apreté. Por lo menos él dejó de pisar a la pobre hormiga muerta.
– ¡Entren, entren!
Abuela abrió bien la puerta y nos llevó a un pequeño consultorio que tenía una fuente en forma de cascada y dos sofás de cuero negro. La ventana de frente a la puerta iba del piso al techo y tenía vista al mar. Mi vida estaría completa si mi oficina fuera así.
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El Riesgo
RomanceEsta historia es una adaptación de @firesvondy, pero algunas amigas mías están interesadas en leerla y ellas no hablan portugués, así que yo hablé con ella y me dejó traducirla para todas ustedes, bellas mías. -- Dulce nunca hizo nada arriesgado. Na...