9. No tengo carga

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— ¿Hasta cuándo pretende seguir con esto? — preguntó el agente, harto.

Abuela sonrió y se inclinó hacia adelante, por encima de la mesa de metal.

— ¿Cuánto tiempo más te vas a quedar aquí, querido?

Dulce

Era una idiota llorona. Seguramente tenía tensión pre-menstrual, era la única explicación. Anahí y Maite me dieron algunos abrazos y dijeron que todos los hombres eran unos imbéciles. Ayudó. Un poco. Solo pude presumir que habían notado mi cara de querer llorar y estaban intentando ofrecerme apoyo como podían, lo que, para las mujeres, significa básicamente hablar mal del hombre en cuestión hasta que la llorona se uniera al grupo.

Pero no quería unirme al grupo. Porque, independientemente de como Christopher había tratado mis sentimientos, por lo menos fue sincero.
Podía lidiar con la sinceridad. Eran los hombres falsos que me molestaban. Había aguantado la sinceridad la mayor parte de mi vida adulta. Lograba lidiar bien con eso, explicarlo de forma racional.
Tal vez fuera mi pelo.
Siempre me han dicho que el castaño era un color medio sin gracia.
¿O quién sabe, mis ojos? Pero, en mi opinión, ellos eran lo único bueno que tenía. Pestañas oscuras enmarcaban mis ojos cafés brillantes, dándoles una apariencia casi exótica.
Pero eso era todo. En serio. Era todo lo que tenía. Mi cuerpo era normal, ni muy grande ni muy pequeño. Ok, ahora estoy oficialmente hablando como Ricitos de Oro.

— ¿Te trató mal? — Anahí apretó mi mano. Ella siempre fue el tipo de chica que actúa primero y pregunta después.

Y la amaba por eso.

— No — Mentí. — Fue un perfecto caballero. Nada mal para un senador.

— Senador, mi abuela. — Se quejó Anahí. — Ese de allá es una culebra.

— Pensé que te caía bien. — Argumenté.

— Caía, tiempo pasado. — Anahí arrugó la nariz. — Me caía bien antes de que te sacara de mi fiesta de matrimonio. Me caía bien antes de enterarme que te quedaste pegada a su pecho desnudo por horas. Y me caía bien antes de que comenzara a mirar tu trasero como si guardara secretos de seguridad nacional.

— ¿Me estaba mirando el trasero? — Pregunté, en una voz un poco mucho esperanzada. Mal, Dulce. Muy mal.

— ¡No es momento para eso, Dulce! — Anahí entrecerró los ojos. — Acuérdate de lo que pasó con Brett, y con Steve, y con John.

— Para de nombrar a los hombres de mi pasado, antes de que me mate.

Maite no ha dicho nada. Ella participaba de la conversación, interesada, mirando a Christopher por mí con una sonrisita.

— Es hasta un tierno. — Dijo ella, al fin.

Ah, la verdad era un dios. En serio, pueden preguntarle a Marvel.

— Maite... — Dijo Anahí, en tono de aviso. — Tierno es adjetivo para los cachorritos. No para los políticos.

— ¡Vámonos! — Gritó abuela, por encima de la pelea de los chicos y de la risotadas de las mujeres a mi lado.

— ¡Acaba con él, niña! — Anahí me pellizcó el trasero. — Dale trabajo.

— ¿Dar trabajo? — Pregunté, inocentemente.

Tenía la leve sospecha de que ella no estaba hablando de trabajo de verdad, como fórmulas matemáticas para encontrar la x, sino de algo mucho más difícil, como intentar ser sexy.

La respuesta de Anahí fue codear a Maite y reírse. ¿Me estaba olvidando de algo? Encogiéndome de hombros, culpé a mi agotamiento y me colgué la cartera en el brazo. Cena. Una cena. Y ahí me iba a encontrar a un hawaiiano usando lino para pasar aceite de coco por todo mi cuerpo y decir unas palabras largas, como electromagnetismo y enla... ¡Nada que ver! Yo era mi propia unión iónica.

El RiesgoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora