29. El discurso

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– ¿La señora cree que el señor Uckermann sintió alguna presión externa para cortejar a la joven?

– ¡Por supuesto que sí! Dejar a ese hombre resolver las cosas solo es lo mismo que darle un espresso a un niño de cuatro años. Se subiría por las paredes gritando a todo pulmón.

– ¿Entonces la señora cree que el señor Uckermann es un niño?

– Es un hombre – respondió abuela, lentamente, para que el agente entienda.

– ¿Y?

– Hombres, niños... Son todos iguales. La diferencia es que tú le cambias el pañal a unos, mientras que otros hacen todo en público.

– No sé cómo responder eso.

– Como dije, hombres.

Christopher

Necesitaría de mucho Gatorade para asimilar todo. ¿Ella quería locura? Le daría locura. Ahí estaba yo, declarándome, como en una película de Navidad, y ¿ella todavía no estaba impresionada?

Todo bien.

Seguiría con la seducción, hasta que ella se diera cuenta que estaba de cabeza por ella. Yo quería un segundo chance. Bueno, no podía culparla. ¿Por qué me daría un segundo chance después de haberle dicho que me iría?

Yo tampoco confiaría en mí. Y todavía había el pequeño problema de mi profesión.

– ¡Christopher! – reclamó Dulce. A mitad de camino, la había alzado en brazos y todavía lo estaba haciendo. Me gustaba tenerla en brazos. No la iba a bajar tan rápido.

– Shhh... – Le di una nalgada. – Estoy pensando. No interrumpas a un hombre cuando está pensando.

– Quiero lamerte.

Me tropecé y casi me choco de cara en la pared. Todos mis pensamientos se fueron. Todos los pensamientos, excepto el de la lengua de ella en mí, mi lengua en la boca de Dulce, lamiendo. Lamiendo bastante.

– ¿Por qué paraste de caminar? – preguntó Dulce, inocente.

Le di otra nalgada.

– Vas a pagar por esto.

– Sí, por favor.

Más lamidas.

– ¡Ya basta, Dulce! – Bufé, exasperado. – ¡Para!

– ¿Que pare qué?

– Lo que estás diciendo – Gruñí, poniéndola en el piso. – Ahora sube.

– ¿Sube?

La puse de espaldas a mí y apunté al acantilado.

– Sube.

– ¿Estás jugando, verdad?

Era un acantilado lleno de piedras. Llevaba a una saliente a unos diez metros del suelo. Ya había visto a los hawaiianos saltar de la cresta del acantilado en los últimos días e imaginé que, si ellos lograban hacerlo sin morir, nosotros también podríamos. ¿Ella quería locura? Esto lo era.

– No. – Crucé los brazos. – No estoy jugando. ¿Dónde está tu espíritu aventurero?

– Debo haberlo dejado en la cabaña, con tu té de plumas – respondió ella, entre dientes.

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